Los Tres Pasajes, nº 3, 1945
y de su trágica y misteriosa desaparición
Eran los primeros días del mes de Septiembre de 1893. Entre la gente pescadora de San Sebastián corría la nueva de que se esperaba en Pasajes la llegada de un hermoso buque, destinado a la faena del transporte de petróleo procedente de Filadelfia.
A su arribo al puerto, una muchedumbre le aguardaba. Se trataba del nuevo buque de vela hecho construir por la importante casa donostiarra L. Mercader y Viuda de Londaiz, que luego tuvo fin tan trágico.
Personas de la localidad, inteligentes en la materia, ponderaban las condiciones marineras del nuevo velero, que se destinaba a servicios de una industria guipuzcoana.
Séanos permitido reproducir algunos datos del malogrado velero. La nueva nave fue construida en Stockton on Tees (Inglaterra), según las reglas y requisiciones del Lloyds de acero A. 1.000 clase.
Tenía de largo, según el registro, 173 pies, y la quilla 166, manga extrema 31 pulgadas, puntal 15 pies y 1-2 pulgadas, y puntal de bodega 15 pies y 10-2 pulgadas.
Como arboladura, tres palos, enjarciados estilo bergantín, llevando para su servicio caldera de alimentación, cámara de bombas, dínamo para el alumbrado por la electricidad. Y cocina, que se hallaba situada al extremo delantero de popa.
Destinado a la conducción de aceites, tenía en la bodega tres tanques con espacios de seguridad. Los camarotes del capitán, primero y segundo pilotos, eran de caoba.
El salón y cámara del capitán, guarnecidos de terciopelo carmesí, y las cámaras de oficiales, de lienzo de cuero americano.
Se llamaba el buque «San Ignacio de Loyola», formando el mascarón de proa la efigie del Santo guipuzcoano, de medio cuerpo, con traje de guerrero, y el anagrama del dulce nombre de Jesús en el pecho.
El capitán del barco, cuando por primera vez fondeó en Pasajes, era don Miguel Gamecho, de Cortezubi (Vizcaya), y llevaba además otros once tripulantes. La referida casa había adquirido el buque a grandes rasgos descrito, expresamente para conducir petróleo bruto desde América con destino a la refinería que tenía establecida en Molinao.
Todavía recordamos las variadas fiestas que solemnizaron alegremente la llegada al puerto del navío. Durante muchos años, el «San Ignacio de Loyola» hizo frecuentes viajes a Norteamérica trayendo sus tanques llenos de petróleo, algunos de ellos muy arriesgados. ¡Cuántas veces, en vista de lo que tardaba, se creyó en la pérdida del buque, que, al cabo de los meses, aparecía ante la general sorpresa! En Pasajes, más de una vez, se dio por malograda a la tripulación, que resultaba superviviente con gran alegría de sus familiares.
Se consideraba al navío como escuela de prácticas para piloto. Todos los muchachos aspirantes de estas costas habían pasado por su cubierta. Hasta que un día salió de Pasajes para no volver más. La última vez que se vio al «San Ignacio de Loyola» fue en alta mar, entre la altura de este puerto y San Sebastián.
Después, ninguna noticia y, lo que es más, ningún resto del buque. No apareció ni la más diminuta madera. Se cree que se le desprendió alguna plancha y se fue al fondo rápidamente. Si, como ya hemos dicho, la llegada del barco nuevecito a Pasajes constituyó días de júbilo, su pérdida inexplicable sumió en un duelo general al puerto, de donde procedían muchas de las víctimas. En sufragio de las almas se celebraron solemnes funerales y el recuerdo del trágico sucesos perduró muchos años en la memoria de aquella sana gente del vecindario de Pasajes.
Aun todavía hay ancianos que no lo olvidan.
En las oficinas de la que fue casa armadora, que hoy figura con la nueva denominación social de «Viuda de Londaiz y Sobrinos de L. Mercader», se conservan como reliquias las pocas cosas que quedaron, recuerdos del buque náufrago.
Don José Luis Abrisqueta, miembro directivo de la importante entidad, muy aficionado a las cosas del mar, dotado de singular competencia, ha fabricado una maqueta, perfecta reproducción del buque desaparecido, que se conserva en aquellas oficinas.
Al enunciar esta entidad comercial, no podemos menos de recordar la gran figura de don Ignacio Mercader, que bien conocimos y ocupó lugar preeminente en la historia marítima donostiarra. Fuera de Dionisio de Azcue, nadie evocó a aquel esclarecido varón, uno de los que constituyeron el último grupo representativo del consorcio local por los mares, allá en la segunda mitad del siglo pasado, cuando Bilbao primero, y luego Santander, acabaron por desviar hacia aquellos puertos la importación de Centroamérica y de las Antillas.
Mercader era un fuerte almacenista de coloniales; poseía tres hermosos vapores que hacían la carrera de Cuba. El fundó la refinería de petróleo a la que hemos aludido, dueño del «San Ignacio de Loyola», y explotaba también una fábrica blanqueadora de ceras.
Todavía tuvo tiempo para dedicarse a la política, y fue senador por Guipúzcoa.
El creador de la Flota de «Mamelenas», (nombre tornado de Mamá Elena, como se llamaba su esposa), que muchos habrán visto en la bahía, merece un artículo aparte.
Por el momento, aludiremos a aquel tristísimo 20 de Abril de 1878, cuando un temporal atroz barrió el golfo Cantábrico y sepultó a más de 200 pescadores vascos. Ante aquel terrible aviso, Mercader, que era presidente de la «Sociedad Humanitaria de Salvamento de Náufragos», comprendiendo la impotencia de los veleros de pesca contra los embates del mar, fue el primero en remediarlo. Pocos meses más tarde destinó al «Comerciante», uno de los tres magníficos vapores de la línea de Cuba, al servicio de los pescadores. Llevábalos a bordo y remolcaba las lanchas hasta las calas, donde aquéllos pescaban el besugo, y terminadas las faenas regresaba el vapor a puerto con tripulaciones y remolques, en toda seguridad.
Este resultó el procedimiento en embrión de la gran empresa de Mercader aplicando la propulsión del vapor a las naves pesqueras.
Poco después se aparejaba en Leith, para Donostia, el «Mamelena uno», primer vapor pesquero del mundo.
G. M. de L.