Pasajes, nº 5, 1931
Tienen estas revistas locales que con motivo de fiestas anualmente ven la luz pública, un perfume íntimo de remembranzas pretéritas, que agradan al lector ingenuo, amante de recordar cosas pasadas, por aquello de que todo tiempo pasado fue mejor.
Mejor, indudablemente, en el sentido de que uno entonces era más joven; ¿y hay cosa mejor y más risueña que la juventud, que esos años felices que han pasado con velocidad inusitada dejando en el recuerdo de la persona una indeleble huella de esfumadas impresiones?
Requerido por el amigo Serrano para llenar en ella un modesto espacio, voy a ver si con fortuna, que traducido al vulgar romance quiere decir sin aburrimiento para el lector, puedo hacer algunas cuartillas que den una sensación de lo que para mí era Pasajes Ancho el año 98; época en que con mi familia residí en las Diez Casas; es decir, no en las diez a la vez, sino en una de las que forman aquella manzana a la entrada del pueblo.
Como mis recuerdos de niñez contráense a las amistades primeras, eran en aquella época los jefes de los chicos del barrio Zamalloa, Salazar, Joshe Manuel Ondarrabi, hijo de Fermina la pescadora, Jesús Hoces de la Guardia, Angel Machain y tantos otros que no recuerdo. Nuestras actividades eran principalmente la pesca de albinos en el muelle viejo. Hubo un verano que volvíamos a casa con las boinas llenas de aquel pequeño pescado, tan pequeño como sabroso, y además tonto de remate, pues por su voracidad inverosímil se dejaba pescar apenas sin cebo.
Había en aquella barriada dos personas cuya popularidad nunca olvidaré.
Una era D. Bautista Lizaso, más conocido por Zarauz. contratista de albañiles y canteros, hombre bueno y cordial amigo de todo el mundo, fallecido hace algunos años.
También era persona muy visible D. Francisco Machain, ex-capitán de voluntarios, siempre con su inseparable D. Mariano Sánchez, cajero de la Sociedad del Puerto.
Otra personalidad popularísima fue el Sr. Blanco, como todo el mundo cariñosamente le llamaba. Un viejecito menudo, de apostólicas barbas blancas, cuyo entretenimiento era, después de su jornada diaria como mozo de Aduana, la fabricación de preciosos bastones con variadas y artísticas empuñaduras, que una vez terminados iba almacenando y regalaba a sus amistades.
Tenía su taller detrás de las diez casas y allá en la planta baja le mirábamos trabajar los chicos, mientras canturreando una canción tallaba los artísticos puños de sus bastones.
Era hombre caritativo, y al morir mandó a su familia que a cada asistente a su entierro se le entregara un puro y un bastón. Tenía tantos que aun sobraron después de que la familia cumplió escrupulosamente su postrera voluntad.
No quiero dejarme en el tintero otro notable tipo habitante en aquel barrio. Era maestro de párvulos con escuela abierta por el lado que da al río en las Diez Casas. Se llamaba “el señor Vicente”, y era un sargento licenciado que había estado en capilla varias veces por conspirador republicano. Era de Valencia, y cuando pasaba la reina madre sacaba a los chiquillos a la carretera a cantar y bailar al son de una guitarra que tañía con destreza. A los niños que eran buenos les prometía llevarlos con él a “Valensia”, a comer naranjas.
En aquel tiempo la iglesia de Ancho estaba en una bodega, debajo de la farmacia, entonces de Salado, hoy de Lasagabaster. Con el tiempo fue creciendo el barrio, y hubo necesidad de hacer una modesta iglesia que hoy llena perfectamente las necesidades religiosas de los anchotarras.
En cuanto a la escuela, íbamos a la de D. Román Bombín, bondadoso maestro quien tenía su clase encima de un estanco propiedad de don Tomás Alday en jurisdicción de Alza, al que acudíamos infinidad de chicos, de los que recuerdo a Perico Oria, hoy sacerdote; Jose Mari Inchaurrondo, ahora maestro de obras; Jose Echeverria (Pepe-Chiqui); Angel Machain, los hermanos Sánchez, Jesús Hoces y sus hermanos, Abelardo Velasco, Manuel Salvador, Manuel Bermejillo, hermanos Garayartabe y otros muchos, todos pendientes de la correa del maestro Bombín, que era demasiado bueno para la gentecilla con quien tenía que bregar, díscola y rebelde.
Recuerdo que en aquellos tiempos había con preferencia elementos catalanes en el pueblo, toneleros, y que con ocasión de la vuelta de los repatriados organizaron una preciosa comparsa en la que cantaban, haciendo al mismo tiempo toneles. Era dirigida por un arrogante joven, Isidro Inglés, y tuvo gran éxito en toda la provincia, trabajando también en la plaza de toros de San Sebastián.
Como el agua atrae siempre a los chicos, el muelle era nuestro frecuente campo de maniobras. Bien es verdad que en aquella época había dos vapores correos mensuales, uno de Chargeurs Reunís y otro de Mensajerías Marítimas Francesas. Eran magníficos vapores y su escala periódica animaba grandemente a Pasajes, y era motivo de admiración para la chiquillería ver tanto tipo extraño y pintoresco que viajaba en estos buques, donde parece se daba cita toda la pobretería abigarrada del mundo que se dirigía en busca de mejor suerte.
Rusos gigantescos, húngaros aceitosos, austríacos, portugueses, iban en el vientre de aquellos barcos, de los que recuerdo el Médoc, el Cordonan, el Charente y el Campinas, en los que asimismo se embarcaban cientos de bordalesas de vinos finos que seguramente no serían catados por la plebe amontonada en sus sollados.
Al lado de estos mastodontes era de notar un pequeño barquito, el Pontaillac, que hacía quincenalmente la ruta de Burdeos. Su capitán, de grandes bigotes, era popularísimo en Ancho, y por una valentía fue tragado por el mar con su buque.
Un recuerdo trágico fue la pérdida del Blanche, de la casa Worms, un miércoles de ceniza, al salir del puerto en medio de una mar imponente. Se estrelló contra el Arando mayor, a pesar de que el práctico Azqueta le advirtió el grave peligro que corría con su salida.
Otro hecho memorable fue la voladura del San Ignacio, bergantín petrolero, a causa de la expansión de gases en sus tanques vacíos. Su cubierta se levantó como se alza la tapa de una
lata de conservas, y luego fue una diversión de meses para los muchachos el presenciar el salvamento, con la inmersión del buzo vizcaíno Angel, que al salir del agua parecía que le quitaban la cabeza al desenroscarle la escafandra, apareciendo con un gorrito rojo de lana y poniéndose a fumar mientras le despojaban de su molesto traje de hombre submarino.
Alternábamos esta contemplación con algunas escapaditas los domingos hasta el frontón de San Pedro, donde estaba en auge entonces el juego a mano.
Alternaban Chiquito de Nájera, Peré, Marinero de Pasajes, Guipuche, Larrañaga, y el famoso Belisario Iglesias (El Zamorano) del que decían que solía sacar pelotas hechas con alambre para lastimar las manos a sus contrarios de juego.
El San Ignacio reapareció un día coquetón, esbelto, procedente de Bilbao, donde lo habían arreglado, calafateado y renovado. Completó su dotación, se fue y volvió de Filadelfia con petróleo.
Salió nuevamente de Pasajes, llevando como piloto un hijo de la familia Salgado, y ya no volvió más.
Se ignoró completamente su paradero y su rastro.
El mar, monstruo rugiente en eterno movimiento, guardó para siempre el lúgubre secreto de su desaparición.
Los que lo vimos deshecho por la explosión y misteriosamente sacado a flote por los trabajos de aquel buzo del gorrito rojo que fumaba con ansia al terminar su tarea, conservarnos la visión de aquel bello buque, esbelto con su velamen desplegado, como símbolo de algo fugitivo que nunca habrá de volver…
Fermin Sainz. Rentería, junio 1931