Los Tres Pasajes, nº 12, 1954
Aunque han pasado 42 años, hoy todavía se recuerda con dolor el extraño naufragio del bergantín goleta, nunca explicado, «San Ignacio de Loyola», de la casa donostiarra Viuda de Londaiz y Sobrinos de L. Mercader. Constituía el orgullo de la flota mercante de dicha matrícula. Donostia celebraba la fiesta de su santo. Patrón y era el año 1912.
En el muelle de Pasajes se aglomeraban infinidad de personas. Los familiares y amigos de la tripulación que acudían a despedirles. Todos muy conocidos en San Sebastián. Zarpaba el navío a América en busca de petróleo y hacía su cuadragesimoquinto viaje redondo al Nuevo Continente. En todos había demostrado sus buenas condiciones marineras.
Decían que cuando lo habían entregado en el extranjero, admirado de su limpieza y esbeltez, un matrimonio que lo contemplaba, preguntó al piloto:
–Seguramente que este buque no lo destinarán a la pesca. ¡Si parece un yate de millonario!
–Sí –contestó el vasco socarrón que lo vigilaba–. Lo vamos a dedicar a pesca, pero de perlas.
Cuando fondeaba en estas aguas lo visitaba todo el mundo como cosa propia, y su fotografía en postal aparecía en las paredes de muchas casas particulares como el adorno más grato.
El referido bergantín goleta, naturalmente con tres palos, tenía un casco de acero. Dimensiones: Eslora, 60 metros; manga, 9’45; puntal, 4,82; toneladas, 890; litraje, 1.000.080 litros. Construido en Stockton on Tees, en los astilleros de Craig, Mailor ,y Compañía, fue botado en agosto de 1893. Al mes siguiente, salió de Pasajes para Filadelfia, en su primer viaje, tardando en este recorrido el breve plazo de cuarenta días.
Los viajes redondos que realizó el buque reseñado son cuarenta y cuatro, de aquí a América y vuelta, en los diez y nueve años de su vida marítima.
En el viaje vigésimooctavo salió también de Pasajes el 18 de noviembre de 1904, llegando a Filadelfia el 17 de marzo de 1905, empleando en el recorrido el tiempo enorme de 120 días, haciendo el regreso en sólo treinta días.
En su viaje “record” empleó entre ida y vuelta, únicamente setenta y siete días. Ya una vez se creyó por todos que había naufragado. En aquel recorrido, el vigésimoquinto, tardó sólo en el regreso de Filadelfia ciento ochenta y dos días, sin que hubiera noticia alguna del velero.
Esto servía de precedente para mantener el optimismo entre las personas cuando nada se sabía del “San Ignacio” en su última travesía.
La gente experta suponía que el bergantín, juguete de las olas, se sumergió de proa sin dejar rastro. Por más averiguaciones y pesquisas que se hicieron, nada apareció de la nave, ni nadie dio noticias de la misma.
Perdida toda esperanza, la Casa armadora, el 22 de agosto de 1912, celebró en Pasajes Ancho, con asistencia de las autoridades, solemnes funerales por las almas de aquellos queridos náufragos. Recordamos la emocionante ceremonia, que partía el alma al ver viudas, huérfanos, demás deudos y amigos llorando por los queridos marinos desaparecidos. Componía la tripulación fenecida, toda ella, gente del país. Capitán, Jerónimo Puy Anechino; piloto, Jacinto Mirazu; contramaestre, José Ventura Egaña Iraundegui; cocinero, Telesforo Gárate Sorazo; cuatro marineros, dos mozos y un camarero. No se salvó ninguno de ellos.
La razón social de la Casa armadora se denominaba entonces «L. Mercader y Viuda de Londaiz» Para darse cuenta de cómo eran tratados los marinos de estas conocidas empresas industriales, creemos conveniente detallar su manutención. Por la mañana, a las ocho, indispensablemente: Café y galleta, con bacalao, sardinas gallegas o sopa de ajo. Al mediodía: Sopa variada, un principio, cocido, postre y un vaso de vino. A las seis de la tarde: Dos platos, frijoles, bacalao con arroz o con papas, callos guisados, también con papas, sopas de ajo, postre y un vaso de vino.
El cocido diario estaba compuesto siempre de frijoles, excepto los domingos, que se condimentaba con garbanzos.
Con este abundante sustento, la gente de a bordo estaba muy complacida, hasta el punto de que las plazas siempre eran tan solicitadas que había que guardar riguroso turno para su provisión.
Travesías tan dilatadas como acostumbraban a hacer regularmente, procuraba la tripulación distraerlas con toda clase de juegos compatibles dentro de la disciplina rigurosa de lo navegación.
A más de uno oímos decir que «todo se podía soportar nada más que por la alegría de pisar tierra en su pueblo». Efectivamente, la llegada del «San Ignacio» constituía un gran acontecimiento para Pasajes. Sobresalía la alegría de los marinos, que nunca faltaban de traer regalos de aquellos lejanos lugares para los suyos, además de la paga decorosa.
Aquel día de San Sebastián, fuera de la pena de la partida, nadie pudo sospechar que era la despedida eterna. ¡Qué días de angustia le siguieron! Lo más terrible fue que, como ya hemos dicho, no quedó rastro ni de la nave ni de la tripulación.
Se hacían conjeturas, cuando se creyó consumado el accidente, sobre si éste se habría producido en las costas cantábricas o en pleno océano.
Nada se pudo nunca averiguar, ni, como repetimos, siquiera hacia dónde se produjo la catástrofe. Lo único cierto es que con ella perdimos un grupo de aguerridos y expertos marinos mercantes del país y el buque más bonito de nuestra flota, cuya necesidad se hizo sentir largamente.