La Unión Vascongada, 1898-11-23
Anteayer fue socorrido en Pasajes por un caballero cuyo nombre no nos atrevemos á estampar por temor a herir su modestia, uno de los pobres soldados que últimamente han sido repatriados.
El pobre soldado, que por creerse ya curado de la enfermedad que a la Península le trajo y en el Sanatorio de San Ignacio le retenía, pidió en unión de otros de sus compañeros el alta para salir a la calle y dedicarse al trabajo. Su estado, que era satisfactorio, inclinó el ánimo de los médicos del Sanatorio para acordar sus deseos, pero he aquí que a los pocos días de haber salido de aquella humanitaria casa donde –según propia confesión– cuidadosamente atendida la enfermedad, una fiebre parafulosa, reaparece, postrándole nuevamente en cama.
Los pocos recursos con que el repatriado contaba se agotaron, y de limosna, de la caridad popular vive el infeliz.
Su reingreso en el Sanatorio se hace ahora difícil por haber sido a petición propia la salida.
Llámase el infeliz Domingo Casí, y con el calor de la fiebre, con lágrimas en los ojos, lágrimas de agradecimiento a las buenas señoras que componen la Junta de Damas de la Cruz Roja que no solamente le socorren particularmente sino que interponen sus buenas influencias para que el desgraciado Casí reingrese en el Sanatorio, con ese acento de la desgracia, que al alma llega, contaba el infeliz apremiado por las preguntas que se le dirigían la historia de sus males.
Sabemos, porque él nos lo contó, que en breve obtendrá satisfactoria solución este asunto del reingreso en el Sanatorio. Que sea cuanto antes es lo que nosotros deseamos.