Sucesos

EL CRIMEN DE ANCHO (La Libertad)

La Libertad, 1890-03-19

Antes de la vista

Ayer, y mucho antes de sonar la hora señalada para la apertura de la sesión, la calle de Esterlines por la que hay acceso a la Sala de Vistas de la Audiencia hallábase invadida por una apiñada multitud, ansiosa de buen puesto, cuya cola llegaba hasta la calle de San Jerónimo.
Hasta el enverjado de hierro del edificio veí­ase lleno de chiquillos y aun de hombres, que de esta suerte buscaban el momento en que un descuido de los guardias les permitiera asaltar el patio, venciendo no sin pena las puntiagudas lanzas de la verja.
Un número no menor de curiosos, en cuyo grupo predominaban las mujeres y niñas, formaba asimismo compacta barrera ante la puerta de la Audiencia.
El ruido y el vocerí­o que por el mas ligero incidente se producí­a eran ensordecedores. El presidente de la Audiencia, para impedir que más tarde aquel vocerí­o imposibilitase o perjudicase a la buena marcha de los debates, hubo de ordenar que los miqueletes puestos a su disposición facilitasen el tránsito en los alrededores de la Audiencia.
A las once de la mañana era ya punto menos que imposible contener a la ansiosa muchedumbre que se apiñaba en la ralle de Esterlines. Gracias ciertamente al enverjado, cuya cancela permanecí­a cerrada, no se vio invadido el patio y aún la sala de vistas.
Cualquiera ligera discusión producida por los esfuerzos de les retrasados que pugnaban para ganar mejor puesto que el que por su tardanza en acudir allí­ tení­an, cualquier incidente, por leve que éste fuera, producí­a un griterí­o grande. En vano era que los agentes y los guardias aconsejaran prudencia e hiciesen observar a los impacientes que a tiempo oportuno se abrirí­a la entrada pública al salón. Todo era inútil, y aún las señoritas y mujeres que entre aquel núcleo de gente habí­a, soportaban en silencio las mil molestias que sufrí­an, con tal de satisfacer su curiosidad.

Si esto ocurrí­a en el exterior, no era menor la animación que en el interior del edificio reinaba.
Nunca como ayer se pusieron en evidencia las pésimas condiciones que reviste el edificio de la Audiencia, ni propio de su augusta administración de la justicia, ni digno, por lo mismo, en nada, de una población tan culta y tan adelantada como la nuestra.
Aquí­ donde el Gobierno Civil, la Diputación, la Delegación de Hacienda y tantas otras administraciones se hallan instaladas en suntuosos edificios, nadie creerí­a que no sucediera lo propio con tan importante centro.
Allí­, en efecto, vimos confundidos en un estrechí­simo y pestilente pasillo a abogados, periodistas, testigos y guardias, allí­ era imposible facilitar la celebración de un careo a falta de habitaciones donde aislar a los testigos; allí­, en fin, donde de una antigua cuadra se he hecho una estrecha oscura y desproporcionada sala de vistas, en la que el público tiene apenas cabida y donde los jurados parecen señoritas particulares que por curiosidad se hallan allí­ atraí­das por la celebridad de la causa, ya que ni aún para ayudar a la severidad de su misión tienen un estrado donde situarse, ni sillón donde distinguirse del resto del público.
Y digamos en su honor que gracias a los constantes esfuerzos del señor presidente da esta Audiencia, Sr. Churruca, se debe que lo que hoy existe, exista.
Hora es de que se piense en dar a la administración de justicia en esta ciudad puesto más digno donde cumplir con la majestad que la ley demanda e inspira en soberana misión.

La vista

El aspecto de la sala de la Audiencia, en el momento en que a las once y media de la mañana, se constituí­a el tribunal, presidido por el Sr. D. Cosme Churruca y las magistrados Sres. Oneca y De Blas, es como sigue.
A derecha é izquierda del estrado que ocupaba el tribunal de derecho, sentados en sillas, hallábanse los señores jurados.
Ocupaba el sitial del ministerio público, a la derecha del tribunal, el fiscal Sr. Tornos, a cuyo lado sentábase también el teniente fiscal Sr. Barcáiztegui.
El secretario relator, Sr. Alonso Zabala, ocupaba el estrado del centro del salón.
La tribuna de la defensa, a la izquierda, ocupábala el abogado Sr. Martinez Añibarro, sentándose al lado de éste el procurador Sr. Arizmendi.
En el fondo la prensa tení­a dispuestas dos mesas, no lejos del banquillo de 1os acusados en el que, entre dos guardias civiles, habí­a tomado asiento el procesado volviendo la espalda al público.
En cuanto a éste, que en el fondo del salón ocupaban los escaños de la tribuna pública, era numeroso, abigarrado. Caras muy conocidas veí­anse al lado del asiduo concurrente a las sidrerí­as de la calle del 31 de Agosto.
A la izquierda del espectador varios señores letrados, vistiendo toga, ocupaban sus bancos reservados. Asimismo habí­a en el salón algunos procuradores, y por último, el intérprete jurado de lengua euskara, D. Carmelo Echeverria. Varios ujieres en el interior y exterior de la sala mantení­an el orden.

Los señores Jurados

Verificado el sorteo de jurados en la forma conocida, las papeletas designaron a los señores jurados siguientes, para constituir el tribunal de hecho:
Sres. D. Francisco Izaguirre Zabala, D. Enrique Mariscal Arrrona, D. Olegario Laborda Telleria, D. Antonio Amiama, D. Luis M. Echeverria Besga, D.Francisco Ocaranza Madinabeitia, D.Santiago Goenaga Cortadi, D. Benito Jamar Domenech, don Ricardo Lasquibar Lasa; D. Jose Manuel Bidegain Oyarbide, D. Gabriel Altuna Arrazain, D. Severo Aguirre Miramon. Como jurados suplentes, fueros designados por la suerte los Sres. D. Ignacio Arrieta Otaño y D. Manuel Cámara Aramburu.
La suerte designó asimismo al señor D. Francisco Besné y Peyret, quien fue recusado por la defensa.
Como presidente del tribunal de hecho fue nombrado como la ley lo ordena el Sr. D. Francisco Izaguirre Zabala, honrado labrador de este término municipal.
Pero prevenidos los jurados más tarde por el Sr. Churruca, en una de las suspensiones verificadas, del derecho que les asistí­a a nombrar otro, y en vista de los deseos del designado por la suerte, fue elegido el Sr. D. Severo Aguirre Miramon por los señores jurados para presidirles.
Constituido el tribunal de hecho con los señores jurados cuyos nombres hemos consignado, procedióse al acto de recibirles juramento sobre los Santos Evangelios.
El jurado Sr. D. Benito Jamar prometió por su honor.
— Si así­ lo hiciereis, Dios y vuestros ciudadanos os lo premien, y si no, os le demanden –exclama el presidente según la fórmula establecida.
Inmediatamente declárase constituido el tribunal del Jurado, y en breves palabras da cuenta a éste al Sr. Churruca del proceso que va a someterse a su veredicto, según la ley ordena.

Conclusiones del señor fiscal

Procédese por el señor secretario-relator a la lectura de las conclusiones provisionales formuladas por el ministerio fiscal.
En dichas conclusiones, el fiscal dice que el procesado formó el decidido propósito de matar a su victima con bastante antelación al hecho, y que este su propósito está plenamente comprobado en el sumario, así­ como por la violencia de las heridas que no fueron una ni dos, sino seis. En consecuencia, pide para el procesado Vallejo la pena conforme al art. 418 del Código Penal, y responsabilidad evaluada en 3.000 pesetas a la heredera de la interfecta.

Conclusiones de la defensa

En oposición a esta petición fiscal, la defensa, en sus conclusiones provisionales, niega que su defendido tuviera propósito de matar, y pide que la pena se conforme al art. 119 del Código penal, y la aplicación de las 3ª, 5ª y 8ª circunstancias atenuantes precisadas en el art. 29.

La prueba testifical

Al anunciar el señor presidente que leí­das las conclusiones provisionales del ministerio fiscal y de la defensa iba a procederse a la prueba testifical, un movimiento de curiosidad, de ansiedad y de atención se produjo en toda la sala, y muy principalmente en el público, que se fijaba con más atención que nunca en el procesado.
Habí­a llegado el momento, tan ansiado para muchos curiosos, de oí­r el relato de su crimen de labios del mismo procesado. Porque además del interés que siempre existe en escuchar a un criminal cómo explica los motivos que le impulsaron a cometer su delito y los agentes que para ello empleó, habí­a en el público que ayer llenaba la Sala de la Audiencia ansiedad por escuchar los términos en que el ex miquelete habí­a de expresarse.
Basilio Vallejo, hombre honrado y trabajador, soldado valeroso durante tantos años, no podí­a, a juicio de los que ayer constituí­an el público de la Audiencia, haber caí­do de un salto, sin causas poderosas en el abismo que se crea entre el hombre honrado y el criminal
E1 movimiento de atención, y hasta de ansiedad, estaba por lo tanto justificado

Declaración del procesado

El Sr. Presidente:
— Se va a proceder, señores jurados, a practicar la prueba testifical, como la ley ordena. Advierto a los señores jurados que la ley les autoriza para que, solicitando para ello mi venia, puedan dirigir a los testigos o procesados, las preguntes que deseen, siempre que estas fueran pertinentes. Ujier, haga V, subir al estrado al procesado Vallejo.
(El procesado se levanta y se coloca a la izquierda del Tribunal, en el estrado, frente al lugar ocupado por el ministerio público y a la derecha del abogado defensor).
Basilio Vallejo, el asesino y amante de la estanquera de Ancho, Manuela Antia, es alto y delgado, de temperamento nervioso, todo su aire respira a milicia y sus manos están encallecidas con el roce continuo del fusil.
Viste decentemente un traje de cuadritos color ceniza oscuro y boina azul.
Su mirada es rápida, algo así­ como inquieta y hoy apagada por el continuo recuerdo de su delito. A veces permanece dos o tres minutos silencioso, como ensimismado. Cuando relata algo desagradable lleva su mano derecha, temblorosa, a la frente y a la cabeza,

El señor presidente:
— ¿Cómo se llama V.?
— Basilio Vallejo
— ¿Su edad y pueblo de naturaleza?
— Tengo ahora 38 años y soy natural de Tapia, en la provincia de Burgos
— ¿Cuál es su profesión o empleo?
— Fui litógrafo y luego miquelete
–¿Promete V. decir verdad en lo que fuere preguntado?
— Si, señor, Prometo decir la verdad a usí­a y a todo el público,
— ¿Acometió Vd. en la tarde del 21 de Julio último a Manuela Antia causándole varias heridas?
— Si señor,

El señor fiscal:
— Refiera Vd. lo quo ocurrió desde la mañana de dicho dí­a.
— ¿Desde la mañana del 21 de Julio o empiezo desde antes?
— Bueno. Empiece V. desde donde V. quiera.
— Diré a usí­a que nunca intenté cometer el crimen que ejecuté en la tarde del 21 de Julio, como se me acusa, señor, y buena pruebe de ello es que si hubiera tenido yo esa intención antes de regresar de Bilbao, me parece a mí­ que hay en Bilbao buenos almacenes donde hubiera yo encontrado un cuchillo de mayores dimensiones que el que adquirí­ en Rentarí­a.
Cuando regresé yo de Bilbao fui a ver a la Manuela por la noche y al entrar en el almacén le pedí­ un paquetillo; ella me dijo enseguida:
— Déme V. el dinero.
Entonces yo saqué una pieza de dos pesetas y le pagué. Yo le dije entonces:
— Manuela yo he venido para verte y para que veas de arreglar nuestras cuentas.
Entonces ella contestó diciendo a su hija:
— Vete y llama a los de orden público.
A esto yo le contesté:
— No hace falta que vaya en busca de nadie la niña, que mañana amanecerá.
Y me marché de la casa de la Manuela.

Entré entonces en casa de Basilio Arzal porque no habí­a comido desde Azpeitia, y comí­ un par de huevos. Pregunté si habí­a tren a aquella hora para San Sebastián y me contestaron que sí­ lo habí­a. Entonces fui a la estación donde encontré al Sr.Tudury, lo que no me gustó, y me vine a San Sebastián, durmiendo en casa de mi hermana; al dí­a siguiente me levanté temprano y me fui a la plaza del Mercado para hacer tiempo para que se levantara el amo señor Luis Canonge, el cual tení­a por costumbre verificarlo a las nueve.

Aquella mañana fui con Mr. Canonge a Pasajes para arreglar los géneros que habí­a en la tienda con objeto de traerlos al dí­a siguiente a San Sebastián.
No vimos a la Manuela, porque hací­a mucho que ella tení­a instalado su estanco en otra casa. Mr. Canonge volvió a San Sebastián y yo me quedé en Pasajes durmiendo en casa de un pintor y estando jugando a la baraja hasta las diez de la noche en casa de D. Federico Sánchez.

Al dí­a siguiente, sábado 20, por la mañana, me levanté muy temprano y fui ante la casa de la Manuela. Pero como ella tení­a prevenidos a los policí­as, no quise penetrar en el establecimiento, cuando ella habló, hasta que llegase alguno a la tienda. Tuve tiempo suficiente si hubiera meditado matarla, como dicen, para haberlo efectuado descansadamente, puesto que nadie pasaba por allí­, que la calle estaba desierta. No lo hice porque yo no he tenido nunca esa idea. Al contrario, para que no se me pudiera tachar de nada, esperé a que llegase Juan Rebollo, buzo que es de la Compañí­a de Fomento de Pasajes, y entré cuando él estaba bebiendo un vasito de aguardiente. Luego vinieron otros obreros a beber también. Cuando se marcharon todos, cuando, presente la niña, empecé a reprender a Manuela por su conducta para conmigo y para el amo, Sr. Canonge, haciéndolo en buenos modos y empleando el tono de la reflexión, apenas hablamos las primeras palabras, cuando se presentaron los guardias de orden público mirándome con aire receloso.
Aquello me ofendió mucho. Porque no era el modo de una mujer por la que abandoné mi carrera, por la que desatendí­ a mi mujer y a mis hijos, por la que en fin lo habí­a perdido todo y que al fin ha sido mi perdición… no podí­a yo esperarme aquel modo de tratarme… (El procesado se muestra emocionado.)
Estoy en que falté al guardia porque lo interpelé bastante duramente, pero me habí­a puesto arrebatado… y tení­a motivos, porque no se va a buscar la policí­a… para un hombre al cual se le ha causado la ruina….
Me vine a San Sebastián y almorcé con el señor Canonge y por la noche regresé a dormir a Pasajes, haciéndolo en casa de un amigo llamado José Marí­a sin haber vuelto a verla.

A la mañana siguiente, el domingo 21, me levanté a las seis de la mañana. Tomé un poco de té y a las seis y media fui a casa de Manuela.
Volví­ a hacerle con buenos modales toda clase de reflexiones sobre nuestra vida pasada, sobre mis sacrificios, el abandono que por ella hice de mi mujer y de mis hijos y de mi reputación y mi carrera; sobre la tienda, el dinero que debí­a al amo y los mil reales que a mí­ me debí­a…
Mientras estuvimos solos Manuela me escuchaba y lloraba en silencio, mas en el momento en que entró en la tienda una parroquiana, señora Baptiste, empezó a decirme toda suerte de disparates y me mandó que saliera de su casa.
Entonces, muy enojado por la conducta de aquella mujer por quien todo lo habí­a perdido, salí­ a la calle para ver si desechaba de mi cabeza el enojo y la pena que embargaba y me dirigí­ a Renterí­a.
Estuve bebiendo sidra, que para mí­ era veneno, y almorcé en casa de un amigo con la madre de éste y su familia. Pero no podí­a desechar de mí­ el recuerdo de los desprecios que de mí­ hací­a la mujer aquella a quien yo habí­a sacrificado todo. Estuvimos tomando café y después él se volvió a Pasajes en tanto que yo me quedaba en la plaza del pueblo
Pero tampoco me distraje allí­, y a eso de las cuatro emprendí­ el regreso a Pasajes. Cuando salí­a del pueblo me vi sobrecogido por el recuerdo de lo ocurrido por la mañana y fue tal el furor y la rabia que sentí­a que me dieron intenciones de dar a aquella mujer que así­ me habí­a llenado de desprecios un escarmiento para su recuerdo.
Sin darme entera cuenta de mi propósito al verme así­ asaltado de ira y en un estado de excitación como nunca lo he sentido, vi en el escaparate de una tienda a la salida del pueblo unas navajas. Entré en el almacén y pedí­ una. Me pidió la tendera seis reales por una de ellas y se los pagué.
Después de esto fue cuando de vuelta a Pasajes cometí­ mi delito.
Ahora no tengo más que decir sino que me recomiendo a la benevolencia del Tribunal.

El Sr. fiscal:
— Bueno, pero diga el procesado lo que ocurrió desde que salió de Renterí­a hasta que fue preso.
— Cuando llegué a Pasajes fui a la cantina. Durante todo el camino desde Renterí­a seguí­ furioso; pero aunque adquirí­ la navaja no supe si la usarí­a. Ya en Pasajes estuve en la cantina y pedí­ algo de comer, aunque no pude tomar bocado, y desde allí­ me dirigí­ a casa de la Manuela y cometí­ el delito que se me acumula.
— Bien, pero precise V. los hechos. ¿Habí­a alguien en el establecimiento cuando penetró V. en él?
— Sí­ señor, estaban Alfonso Tudury, un ex miquelete y una joven de quien no conozco el nombre.
Cuando entré en el establecimiento dí­ las buenas tardes y me senté cerca de la puerta. Poco después pedí­ un vaso de agua que me la sirvió la joven; y para decir verdad no sé si me lo bebí­ o no… estaba tan arrebatado…. No recuerdo lo que pasó ni lo que dije, pero lo cierto es que como vi a aquella gente allí­ aún me ofusqué mucho más y por último me dirigí­ a Manuela y la herí­.
— Vio V. marcharse a las personas que estaban en el establecimiento cuando V. llegó, ó sea a Echeverrí­a, Tudury….
— Sí­ señor, los vi marchar porque pasaron delante de mí­
— Siga V. relatando todo lo ocurrido.
— Después que ellos marcharon fue cuando penetré hasta el mostrador y le dí­ a la Manuela su castigo.
— Y todas esas cuestiones de intereses que tení­an ustedes uno y otro, ¿por qué eran?
— Como viví­amos maritalmente, lo que el uno ganaba era del otro. Pero yo le habí­a prestado mil reales con mis ahorros de miquelete y tení­a el recibo que consta en autos, y el cual ella no querí­a reconocerme…. si me lo hubiera reconocido y abonado no me verí­a yo en estos compromisos.
— Y ese recibo estaba firmado por la Manuela Antí­a
— No señor, lo habí­a firmado la niña.
— Con consentimiento de su madre o de viva fuerza.
— Su madre no le dio el consentimiento; pero la niña firmó, porque aunque niña comprendí­a lo que era justo.
— Conteste V. a esta pregunta: ¿No dijo V. al juez en la declaración que prestó el 3 de Agosto, que al salir por la mañana del domingo 21, después de su escena con la Manuela , formó V. el propósito de matarla?.
— No señor, yo no he podido declarar eso; yo no he declarado eso nunca, porque nunca tuve intención de matarla..
— No pregunto si tuviera V. ó no intención de matarla, sino si ha declarado o no eso ante el juez.
— No señor, no he declarado eso.

El señor Fiscal pide entonces que se dé lectura a la declaración prestada por el procesado ante el juez de instrucción. En dicho acto, de que da lectura el señor secretario, figura, con efecto, lo siguiente: «…que entonces, enfurecido, formó el propósito de matarla…».

El Sr. Fiscal (al señor secretario):
— ¿Está firmada esa declaración por el procesado?
El Sr. Secretario:
— Si señor, está firmada por él.
— Pues yo no recuerdo haber hecho semejantes manifestaciones, porque yo no he herido a Manuela Antí­a sino por una furia repentina, y mi intención de siempre no fue otra que la de darle un escarmiento, para que esa mujer dijera al verse herida: «yo me tengo la culpa, por haberme portado tan mal con ese hombre»
— Entonces ¿cual era su propósito al adquirir el arma de que se sirvió?
— Ante la Sala y ante el divino Dios declaro que mi intención no era de matarla sino de darle un escarmiento… un escarmiento eso sí­, porque lo merecí­a por sus desprecios para un hombre que como yo habí­a abandonado todo en este mundo por ella.
— ¿Recuerda V. el sitio que medí­a desde el lugar en que V. se hallaba y el en que se encontraba Manuela Antí­a, cuando V. fue a herirla?
— No recuerdo bien.
–¿Recuerda V. la anchura que hay entre la parte interior del mostrador y la estanterí­a?
— Muy poco. La suficiente para que pueda entrar un hombre
— ¿Recuerda V. si entró V. en el establecimiento navaja en mano, oculta en algún bolsillo o en otra forma?
— No lo recuerdo
— ¿Se cambiaron palabras entre V. y Manuela Antí­a o hubo discusión alguna momentos antes de que V. la hiriera?
— No lo recuerdo porque ya digo que estaba yo muy ofuscado.
— ¿Pero, en fin, qué entiende V. por darle un escarmiento? ¿Qué se proponí­a V.?
— Sí­ me proponí­a herirla, pero no que fuera una herida de consideración. Era para hacerle comprender cuán mal se habí­a comportado conmigo (murmullos en el público).
— ¿Riñó V. con Manuela cuando se marchó a Sestao?
— Si, señor.
— ¿Entonces volvió a ponerse de acuerdo con su familia?
— Con mis hijos si; con mi mujer no, porque ella, con razón, no querí­a reunirse ya conmigo.
— ¿No envió V. ningún auxilio pecuniario a su mujer ni a sus hijos desde que viví­a V. con Manuela maritalmente?
— No señor, no les envié nada.
El señor fiscal manifiesta al señor presidente que no tiene nada más que preguntar.

Concédese la palabra a la defensa.
El Sr. Añibarro:
— Deseo, Vallejo, que V. me manifieste cómo conoció a Manuela Antí­a.
— Sí­ señor. Estaba yo de punto como miquelete en Pasajes, cuando el dí­a 1º de Junio de 1887 por la mañanita me encontré a un amigo que me dijo que si querí­a conocer a la nueva estanquera podí­a ir con él al estanco. Le seguí­ y entramos en el establecimiento. Él compró un puro y yo un paquetillo. Ella, al darme el paquetillo, me dijo: «Es usted el primero a quien vendo tabaco». «Que sea con buena suerte» le contesté. Y permanecí­ hablando largo rato con ella, con referencia a su difunto esposo que se llamaba José Marí­a Aguirre y habí­a sido cabo segundo de miqueletes. Por último intimamos, y a los dos dí­as ella me invitó a que me quedase en su casa aquella noche. Algunos dí­as después me fui por invitación suya a vivir a su casa, y durante largo tiempo, aunque viví­a maritalmente con ella, le pagué escrupulosamente seis reales diarios.
— Perfectamente. ¿Y V. conocí­a a la Manuela antes de verla en su establecimiento?
— No señor, no la conocí­a.
— Y ella ¿sabí­a que era V. casado?
— Lo sabí­a, porque según me dijo, su marido, que era amigo y compañero mí­o, le habí­a hablado muchas veces de mí­.

El letrado manifiesta que no quiere seguir interrogando sobre esto, esperando que los señores jurados suplan lo que queda callado.

Continúa Basilio Vallejo manifestando los diversos incidentes de su vida con Manuela; las quejas de sus superiores al verlo vivir amancebado y completamente dominado por la estanquera; su traslado al punto de Inchinea, a donde casi diariamente le escribí­a Manuela instándole para que abandonase el servicio y se fuera a vivir con ella. Por último relata sus escapadas a Pasajes abandonando el puesto, excitado a ello por las cartas de la Manuela, a la que ya no sabí­a negar nada y por la que estaba dominado por completo; su traslación a otro puesto de castigo y por último su decisión a pedir el retiro en vista de las constantes instancias de Manuela.
Al llegar a este punto, el abogado defensor le pregunta:
El señor Añibarro:
— ¿De suerte de que en qué condiciones acordaron ustedes vivir en lo sucesivo?
— Acordamos vivir de nuestras ganancias comunes para los dos. Durante algún tiempo el asunto fue muy bien. Ambos trabajábamos con arranque. Pero algún tiempo después noté yo que tan luego como tení­amos guardada una cantidad más ó menos grande, desaparecí­a; y me enteré de que lo que ocurrí­a era que Manuela lo llevaba a la Caja de Ahorros y lo poní­a a su nombre.
Esto me disgustó muchí­simo y su conducta para conmigo fue causa de muchas cuestiones.
–¿Qué le ocurrió a V. con motivo de una suma de 300 pesetas que la Manuela pretendió que V. le habí­a robado?
— Me metieron en la cárcel, donde estuve durante tres dí­as. Entonces ella, arrepentida de lo que habí­a hecho, fue a manifestar al juez que no era cierto, y me pusieron en libertad, sin instruir la causa.
— ¿Y qué hizo V. al salir de la cárcel?– En vista de esta conducta suya, viendo que era materialmente imposible ya para mí­ recuperar todo lo perdido, decidí­ marcharme a América, al verme desgraciado y aborrecido. Me fui de su casa y estuve en Hendaya contratando el pasaje que tomé en una agencia de emigración.
Yo me iba a embarcar, cuando el dí­a anterior de mi salida vino a Hendaya la Manuela y me pidió que la perdonase y volviese a su lado. Como esa mujer ejercí­a tanta influencia sobre mí­, la creí­ y perdí­ el pasaje, regresando nuevamente a su lado. Hice mal, porque hubiera evitado lo que hoy pasa.

Continúa Vallejo contestando a preguntas de su abogado defensor, manifestando los diversos incidentes de la desagradable vida que con la Manuela hací­a.

El Sr. Añí­barro:
— Vamos a la comisión del delito. Cuando V. llegó al establecimiento en la tarde del 21 de junio, después de regresar de Renterí­a, ¿qué hací­an Alfonso Tudury, Echeverria y otros en aquel lugar?
— Cuando yo llegué al estanco, ellos estaban parlanchineando, seguramente de mí­, y al entrar yo se callaron. Poco después se marcharon y esta conducta aún me enfureció más, porque sabí­a que no eran muy amigos mí­os.
— Y cuando hirió V. a Manuela, ¿qué hizo V.?
— Cuando la vi ensangrentada, ella cayó sobre mi brazo y yo la saqué en medio del salón.
— ¿Tardaron mucho en venir en su auxilio?
— Tardaron cerca de media hora y yo les decí­a: «Pero no hay aquí­ nadie que venga en auxilio de esta pobre mujer?» La sangre brotaba de ella como un rí­o.

El señor presidente:
— Ha dicho V. que no se trataba más que de castigar, de dar un escarmiento a la Manuela, y entonces ¿cómo le dio V. seis puñaladas?
— Creo que fueron cinco.
— No, fueron seis.
— Pues no lo sé si puedo comprender cómo le dí­ tantas… estaba arrebatado y no me acuerdo de nada de lo que hice sino vagamente, y por lo que después he sabido
— Además, no dijo V. a un miquelete que se presentó en el lugar del suceso inmediatamente: «Esto querí­a yo. He venido desde Bilbao para esto».
— No lo recuerdo. No recuerdo haber dicho eso.
— Puede V. retirarse –añade el señor presidente, y terminado así­ el interrogatorio del procesado éste vuelve a ocupar su puesto en el banquillo de los acusados entre dos guardias civiles.

Durante el interrogatorio el público ha guardado el más sepulcral silencio, comentando con sus murmullos únicamente cuando las declaraciones excitaban sus diversos sentimientos.

LOS TESTIGOS

Arsenia Herreros

Se expresa bien y con soltura, y a preguntas del Fiscal contesta que estaba presente en el momento en que se cometió el delito.
–¿Vió V. entrar al procesado?
— Si señor, lo vi. El señor entró con semblante preocupado y serio. Se sentó y cuando se marcharon los demás señores que allí­ habí­a, se levantó, miró hacia la calle y fue cuando pasando tranquilamente delante de mí­ le asestó de repente las cuchilladas a la Manuela.
— ¿Habí­an hablado algo Vallejo y Manuela?
— No señor; no habí­an dicho sino que Vallejo pidió que le trajera un vaso de agua y yo se lo traje. Por cierto que no recuerdo si la bebió
— ¿Y V. no se apercibió de nada?
— No señor, yo estaba sentada en un cajón de espaldas al mostrador. Oí­ que Manuela le decí­a: «¿Qué quiere V.?» y que inmediatamente contestó Vallejo: «Lo que yo quiero es esto» y entonces oí­ el grito de Manuela; me levanté y salí­ pidiendo socorro. No vi más.
— Y la frase pronunciada por Manuela se dirigí­a a Vallejo o a una mujer que estaba allí­ comprando algodón y a la que Manuela estaba en ademán de servir.
— No lo sé pero yo comprendo que se dirigiera a Vallejo, puesto que él contestó enseguida

A preguntas de la defensa contesta que para ir del sitio en que estaba Vallejo al en que se hallaba Manuela habí­a que ir describiendo una ligera curva , pero la testigo no le vio acometer a la interfecta.

Marí­a Lalanne

No comparece por hallarse en Francia, pero a petición fiscal se lee una declaración en la que consta que Manuela no pudo defenderse del ataque por lo imprevisto, porque estaba algo vuelta y el procesado la cogió por la cabeza.

Ascensión Urteaga

Como la anterior, vio a Vallejo coger por la cabeza repentinamente a la interfecta y herir.
— Y no vi más, señor, añade, porque tuve mucho miedo y me escapé pidiendo auxilio.

El miquelete Mayora

Este testigo es el que afirma haber oí­do al procesado decir en el momento de ser detenido: «Eso querí­a yo; he venido exclusivamente para esto desde Bilbao»
Su interrogatorio, que se efectúa con auxilio del intérprete de lengua euskara, ofrece la particularidad de que en el careo efectuado entre él y el procesado afirma el miquelete lo que ha declarado, y el procesado aunque no lo niega, lo pone en duda.

Paula Aguirre

Es la hija de la desdichada Manuela. Su aspecto es agradable y su tez sonrosada y fina; viste de luto y tiene 12 años.
El Sr. Añibarro:
— Recuerda la testigo si su madre le encargó que fuera a buscar la policí­a para echar de su casa a Basilio Vallejo.
— Si señor, lo recuerdo.
La niña siente asomarse las lágrimas a los ojos y saca su pañuelo. Inmediatamente el señor Añí­barro dice:
— Respeto las circunstancias que concurren en la testigo, y aunque precisaba de su declaración, renuncio a ella.

Los médicos

Los peritos médicos Sres. Casares y Goicoechea dicen que dos de las heridas eran mortales de necesidad por interesar el corazón y tener seis centí­metros de profundidad.
En cuanto a la hemorragia, verdad es que pudo acelerar la muerte, pero esta era inminente según la ciencia. ¡Sólo Dios podí­a allí­ hacer un milagro!

Simón Ostolaza

Acudió al lugar del suceso en el concepto de juez municipal que era entonces. No oyó ninguna manifestación a la herida ni en contra ni a favor del procesado. No conoce los antecedentes de ella, sino por los rumores que circulaban en el pueblo de Ancho y Alza.

Federico Sánchez y Francisco Tizón

Confirman algunos datos suministrados por el procesado y testifican de su buena conducta en general. Así­ como sólo por rumores conocen las flaquezas de Manuela Antí­a.

Señora Baptiste

La testigo es francesa y desconoce por completo el castellano.
Invitado por la presidencia, nuestro compañero en la prensa, Sr. Delatte, se ofrece gustoso a servir de intérprete.
Tomado juramento a nuestro compañero, manifiesta que la testigo declara que, con efecto, Manuela insultó cruelmente a Basilio Vallejo en la mañana del 21 de Julio último, oyendo estos insultos ella por acudir al almacén de la interfecta para adquirir género.

Los demás testigos

Nada que pueda ofrecer interés declararon los demás testigos.

Informe fiscal

Comenzó el Sr. Tornos diciendo que el hecho de autos constituye una falta del sentido moral, pues el móvil que impulsó al procesado fue el interés
Abusando Vallejo de las relaciones que tuvo con Manuela Antí­a, sin que precediera disputa, ni revelar en su actitud el fin que le llevó al estanco, esperó a que se retirasen las personas que estaban en él, salió a la calle a ver si vení­a alguien, y entonces, adelantándose en actitud pací­fica, cogió por la cabeza a la desprevenida Manuela, y le asestó los golpes que le produjeron la muerte.
Constituyen estos hechos el delito de asesinato, sin que concurran circunstancias modificativas.
Al analizar la prueba, he podido apreciar que el procesado no estaba en el caso de justipreciar su delito. Pero todo el mundo reconocerá que es mayor la responsabilidad cuando el delito se comete prevaliéndose el autor de su posición y de que la ví­ctima no puede defenderse.
Partiendo de esta calificación, ha traí­do a la causa los elementos necesarios para que aquella resulte exacta.
Manifestó que se reservaba tratar con mayor extensión de ciertos extremos para después de dictado el veredicto.
Estudió detenidamente las condiciones del local en que se verificó el crimen, para deducir el modo súbito e inesperado como procedió el procesado.
Calificó a éste duramente, que ha cambiado el glorioso uniforme de miquelete por el capuchón de penado, y dijo que le recomendaba el abandono de su familia.
Estimó apreciable la negativa de la Antí­a a entregar el dinero, y después de examinar algunos extremos de las conclusiones de la defensa, terminó su breve informe solicitando un veredicto de culpabilidad en los términos que habí­a indicado.

La defensa

El Sr. Martinez Añí­barro:
— Gran peso se me ha quitado del alma, al oí­r el informe del representante del ministerio fiscal; pero aún así­ no me encuentro satisfecho, debo combatir sus conclusiones, que pecan de duras.
No hay efecto sin causa, y es preciso examinar las que concurrieron en el crimen, para juzgarlo. Cierto que existí­a un cadáver, pero veamos por qué. De otra parte, téngase en cuenta que existe un hombre, hasta entonces honrado, un soldado valeroso que nunca hubiera llegado a cometer tan horrible delito, si no hubiese habido quien a ello le provocara. Vallejo, que conoció a Manuela Antí­a por casualidad, se ha manifestado aquí­ explí­cito, abierto y natural, confesando clara y detalladamente su delito.

Vallejo sentí­a indiferencia por aquella mujer, que no tení­a atractivo ninguno. Pero ella emplea mayores medios de seducción, el principal de los cuales es el bienestar que puede disfrutar a su lado. Dí­cele: «A mi lado podrás vivir mejor». Y así­ le sume en el crimen y en el vicio, le prostituye. Además, le dice que su mujer le es infiel, y aún lanza contra ella otra calumnia que el Tribunal conoce y no quiere repetir la defensa: Manuela Antí­a no sentí­a pasión por Vallejo; necesitaba una persona que le ayudase. Vallejo, en tanto fue miquelete, no pudo dedicarse al comercio, pero pagó 6 reales diarios de pupilaje a Manuela Antí­a, quien por su carácter interesado, provocó las diferencias que estallaron entre ellos. Maniféstase él modesto y sin vicios, y dentro de su falsa posición, era honrado. De pronto apercí­bese que el fruto de su trabajo no estaba allí­, que iba a parar a la Caja de Ahorros. Y entonces viene su separación por segunda vez. Váse a Hendaya, toma pasaje para Buenos Aires, Manuela le busca, le atrae, le hace perder el pasaje, y él, débil, consiente en seguirla. Más adelante, y también por cuestiones de intereses, se separan nuevamente. No vuelve Vallejo al seno de su familia; prefiere ir a trabajar a Bilbao, a Sestao, en cuyos Astilleros trabaja primero, y después como empleado de arbitrios, en cuyo destino sufre las injurias propias del cargo.

¿Por qué volvió a Pasajes? Porque habiendo escrito en solicitud de empleo al Sr. Canonge, éste le contestó que podí­a proporcionárselo en los baños de Nanclares en construcción, donde le ofrecen 9 ó 10 reales diarios como guardián del establecimiento. No hubiera vuelto a San Sebastián a no ser por esta circunstancia.
La primera persona a quien se encontró fue Tudury, quien le habló de los malos sentimientos que le profesaba Antí­a. Fue Vallejo a Pasajes el 18 de Junio, con ánimo conciliador, y vio a Manuela Antí­a para reclamarle el recibo de sus alcances, que le fue negado. Ni sólo esto, porque al entrar en el estanco de buenas formas, fue arrojado de él. Hay en esto una ofensa grave marcada, y sin embargo, Vallejo no obra en su consecuencia, sino que se aguanta. Al dí­a siguiente estuvo también en Pasajes, pero no vio a Manuela. Al dí­a siguiente, muy temprano, sí­ la vio. Le preguntó por qué iban mal sus negocios, y por toda contestación se encontró con la policí­a, que le arrojó de allí­. Segunda ofensa que se le infiere. ¿Con qué ánimo, con qué ideas, con qué sentimientos de odio y de venganza no saldrí­a de allí­? Todos experimentarán, seguramente, esos mismos sentimientos a presencia de la injuria. Pues Vallejo sufre en silencio la agresión y se aleja, yendo a almorzar a casa de Canonge.

Al dí­a siguiente, en que se cometió el crimen, se presenta en el estanco. No quiere estar sólo con Manuela y espera a que entre el buzo, temiendo extraviarse. Quedóse luego a solas con ella, y pudo cometer un crimen a mansalva. Pero como no tení­a ese propósito no lo hizo. No se sabe que medió entre ellos. Pero entra madame Baptiste, y Manuela, antes indiferente, cambia de actitud e insulta a Vallejo agraviándole por tercera vez.
En el estado de ánimo consiguiente, Vallejo se marcha a Renterí­a, donde comió y bebió abundantemente con un amigo. Al volver, ve una navaja que no busca. Entra en la tienda, compra la navaja, y dice: «Con esto tengo bastante». Frase vaga, que no dice nada, por expresar demasiado. Con la navaja en el bolsillo, vuelve al estanco a las cinco y media y entra agitado. Encuéntrase a la puerta con Tudury y Echeverrí­a, que se marchan al verle, y él dice: «De mí­ estaban tratando; no será nada bueno. ¿Será contra mi crédito?» En ello hay, si no nueva ofensa, nuevo estí­mulo para que se exacerbase su resentimiento.

Conviene fijarse en las circunstancias del sitio donde ocurrió el hecho de autos. Es un local la mitad de ancho que esta sala. Tiene junto a la puerta de entrada un escaparate cerrado. Al portal da una puerta, y a la trastienda hay otra. El mostrador parte la tienda por la mitad. Vallejo se sentó en frente de Manuela, que estaba dentro del mostrador, quedando él a la parte de afuera. Para que Vallejo llegase adonde estaba Manuela, tuvo que dar la vuelta al mostrador, y esto no lo hizo precipitadamente, de suerte que ella tuvo que verle. Pero aunque hubiese caí­do de pronto sobre ella, debe atenderse al dicho de las testigos, que creyeron ver cómo Vallejo infirió heridas en el cogote a Manuela, heridas que no existen, que en su terror creyeron ver. ¿Cómo pueden declarar con certeza acerca de lo sucedido quienes confunden con heridas en el cogote las causadas en el antebrazo y en la cavidad torácica?
Sólo por conjeturas puede precisarse lo ocurrido. Vallejo debió sacar la navaja, coger a Manuela é inferirle las lesiones. En esto no hay alevosí­a, pues si hubiera querido matarla, hubiese visto que aún viví­a cuando la sacó al centro de la tienda y dijo «Esta mujer se va de sangre». Esto prueba que su intención cierta fue castigarla, no matarla, y los señores jurados deben apreciar en su conciencia el hecho como las condiciones morales en que se realiza.

El ministerio fiscal ha sostenido que el hecho es un asesinato, porque la muerte de Manuela Antí­a se produjo por medios alevosos. Conviene discutir las circunstancias en que se ha producido, para demostrar que no existe la alevosí­a.
No buscó Vallejo la ocasión, pues cualquier incidente pudo provocar el hecho. La navaja empleada no pudo asegurar el medio de cometer un asesinato. Vallejo sabí­a que estaba vigilado por la policí­a, y corre el riesgo a todo evento. No hubo alevosí­a, no se trata de un asesinato, sino de un homicidio, y aún hay que apreciar en su comisión circunstancias atenuantes.
El procesado no tuvo intención de causar un daño de tanta gravedad. Los actos anteriores, simultáneos y posteriores prueban que su propósito no fue matar sino castigar a Manuela Antí­a. Esto es lo que se proponí­a, pues matarla era infructuoso. Aunque dijo: «Voy a matarle», esta es una frase que se dice en el sentido de inferir un castigo cualquiera. Después de inferidas las lesiones, y viendo que Manuela viví­a, juzgando que sólo estaba herida dijo: «Esto querí­a». Así­ lo comprueba un testigo.

Obró Vallejo en vindicación de una ofensa grave, estí­mulo tan poderoso que hubo de producir ofuscación y arrebato. Cuando salió de Renterí­a, hallábase bajo la influencia de una verdadera obsesión. En el camino, compra casualmente la navaja, llega al estanco, encuentra a Tudury y Echeverrí­a, sube con esto de pronto su arrebato, que aún creció en el estanco, viendo la actitud de Antí­a, y arrojóse sobre ella, sin saber lo que hizo. En tal estado de ánimo no puede haber premeditación.

Manuela Antí­a hizo de Vallejo, que era bueno y valiente, un hombre malo y cobarde esposo, abandonó su hogar seducido por Manuela. Pues además de ésta perversión moral, es de tener en cuenta la pérdida material sufrida. Vallejo fue robado por Manuela Antí­a. Mientras él trabajaba, ella llevaba fondos repetidas veces a la Caja de Ahorros. ¿No legitima ésto la venganza en cierto modo? Tení­a Vallejo una posición y la perdió, viéndose obligado a arrastrar un cesto en los astilleros. Manuela le vendió por una idea de lucro, siendo causa de su perdición moral y material.

Terminó el Sr. Añí­barro su elocuente discurso recomendándose a la benevolencia del tribunal, y recordando a los jurados que en la duda deben abstenerse.
Después de breves rectificaciones del fiscal y de la defensa, se suspendió la sesión por algún tiempo
Reanudada a las siete y media, el señor presidente hizo el resumen de los debates y después de advertir a los señores jurados de los deberes que tení­an que llenar, dio lectura al interrogatorio, que consta de las siguientes ocho preguntas:

1ª. Vasilio Vallejo, ¿es culpable de la muerte de Manuela Antí­a, infiriéndola sobre las seis de la tarde del 21 de Julio de 1889, seis heridas con una navaja, dos de ellas mortales de necesidad, según los facultativos, a consecuencia de las cuales falleció a las doce menos cuarto de la noche de aquel mismo dí­a?
2ª. Basilio Vallejo, ¿compró a cosa de las cinco de la tarde del referido dí­a 21 de Julio en la tienda de Renterí­a de Filomena Ubirí­a, la navaja con que infirió a Manuela Antí­a dichas heridas?
3ª. Basilio Vallejo, una vez provisto de dicha navaja, ¿se fue a la tienda estanco que tení­a en Ancho la Manuela Antí­a, y permaneció en ella tranquilo, sin que nada diera a conocer sus propósitos, hasta que salieron Alfonso Tudury y Angel Echeverrí­a, que se hallaban en la misma?
4ª. Cuando salieron de la tienda los expresados Tudury y Echeverrí­a, ¿acometió el Vallejo a la Antí­a, entrando de improviso en el local detrás del mostrador en que ésta se hallaba, por la única entrada que existí­a?
5ª. ¿Verificó Vallejo la agresión a la Antí­a en el momento en que ésta se hallaba vuelta de costado a aquel, despachando a Manuela Lalanne el algodón que ésta le habí­a pedido, y sin que pudiera apercibirse de dicha agresión?
6ª. Manuela Antí­a, ¿indujo a Vallejo el año 87 para que abandonara a su mujer é hijos, y más tarde su carrera, con el objeto de tenerlo en su compañí­a y lucrar con su trabajo?
7ª. Basilio Vallejo, ¿volvió a ver a Manuela Antí­a después que salió de su tienda, sobre las nueve y media de la mañana del repetido dí­a 21 de Julio, hasta que regresó a la misma tienda a cosa de las seis de la tarde del propio dí­a?
8ª. El mismo Vallejo, cuando regresó a la tienda de la Antí­a en el dí­a y hora últimamente indicados, ¿tuvo alguna riña con ella?

El Sr. Martinez Añí­barro pidió que se añadiesen las preguntas siguientes:

1ª. El procesado, al acometer a Manuela Antí­a, ¿se propuso matarla?
2ª. ¿Recibió el procesado de la Manuela Antí­a alguna ofensa grave, que le llevase a ejecutar el acto que llevó a cabo en vindicación de esta ofensa?
3ª. El procesado, al acometer a Manuela Antí­a, ¿lo hizo por algún estí­mulo tan poderoso que le produjera obcecación y arrabato?

El Sr. Presidente dijo que, con mucho sentimiento suyo, no podí­a aceptar más preguntas que las que antes leyó, porque la ley no lo consiente.
El Sr. Fiscal pidió que la defensa repitiese las preguntas, para poder emitir dictamen.
El Sr. Martinez Añí­barro volvió a leer las preguntas.
El Sr. Fiscal manifestó que, respetando los derechos de la defensa, consintió que se llevasen al interrogatorio preguntas que, aún violentando la ley, cupieran dentro de ella. Pero que debí­a oponerse, como ya lo habí­a hecho la presidencia, a que se añadiesen las leí­das por el letrado.
Se extendió en algunas consideraciones acerca de las interpretaciones del art. 2º de la ley del Jurado para fundar su oposición, declarando que no tení­a necesidad de atender a instrucciones recibidas acerca del asunto.
El Sr. Presidente aceptó las manifestaciones del fiscal, repitiendo su anterior negativa.
El Sr Martinez Añibarro contestó que si no se tratase más que de un acto de cortesí­a, se callarí­a; pero que la representación que ostentaba en aquel acto le obligaba, obedeciendo el mandato de su conciencia, a pedir que las preguntas cuya inclusión solicitaba se hiciesen constar en el acta.
Preguntado el procesado si tení­a que alegar algo en su favor, dijo que no, y que se recomendaba a la benevolencia del tribunal.
Se suspendió el acto, retirándose a deliberar el Jurado.

Reanudada nuevamente, el presidente del tribunal de hecho dio lectura del veredicto.
Las preguntas fueron contestadas así­: A las 1ª ,2ª, 3ª, 4ª, 5ª y 6ª si, a las 7ª y 8ª, no.
El ministerio fiscal y la defensa, en breves discursos, hicieron las alegaciones oportunas, suscitándose al final un vivo incidente, y se suspendió el acto, retirándose a deliberar el tribunal de derecho.

A las once y media se dio lectura de la sentencia por la que se condena a Basilio Vallejo a la pena de cadena perpetua, accesorias, 3.000 pesetas de indemnización a los herederos de Manuela Antí­a y pago de las costas.

UN ESCÁNDALO

Al terminar el juicio por jurados verificado ayer, y en el mismo local de la Audiencia, ocurrió un escándalo, en el cual nuestro director, Sr. Peña, fue obligado actor. Por el sitio en que se produjo el hecho, por la publicidad que tuvo, y por los antecedentes que lo motivan, vémonos obligados a hablar del asunto.
Empezaremos por los antecedentes.
Mientras el tribunal de derecho se hallaba deliberando para dictar sentencia, conversaba el señor Peña, junto al estrado presidencial, con los señores Orbea, Churruca (hijo) y Terán, acerca de la ley del Jurado. Se acercó a ellos el director de La Unión Liberal, señor Reparaz, quien, dirigiéndose de pronto al señor Peña, le dijo:
— Ahora vamos a arreglar aquello de la salsa a la mayonesa.
— Cuando termine el juicio –le contestó el señor Peña.
Cruzáronse algunas contestaciones y la prudencia del Sr. Peña evitó que la sala de Audiencia fuese teatro de un escándalo.
El Sr. Obeso interviene diciendo:
— Señores, no este el sitio de ventilar esas cuestiones ni de dar un escándalo. Estamos siendo objeto de la expectación pública.
— Tiene V. razón –le contestó el Sr. Peña– y le hago juez de la provocación que he recibido.
El Sr. Orbea manifestó que convení­a separarse, y así­ se hizo.
Terminado el acto, el Sr. Peña salió de la sala, y muy despacio subió a las oficinas para bajar por la escalera que da a la calle de Puyuelo.
Al llegar al primer tramo de la escalera, el señor Reparaz se le puso delante, y le dijo:
— Aquí­ mismo vamos a ventilar eso, sin dar más escándalo.
— En otra parte es donde puede evitarse el escándalo. Salga V. a la calle, que es donde podemos concluir el asunto, contestó el Sr. Peña.
— No, ha de ser aquí­ –replicó el Sr. Reparaz, y levantó la mano para pegar a su interlocutor.
El golpe lo recibió el inspector de Policí­a Urbana, Sr. Garcí­a, que sujetó al Sr. Reparaz, metiéndolo en el rincón, mientras el Sr. Peña se retiraba hasta la barandilla al ver al inspector.
El Sr. Garcí­a, ante la insistencia con que el Sr. Reparaz le pedí­a que le soltase, lo hizo así­, y aquel aprovechó la ocasión para lanzarse de nuevo contra el Sr. Peña, que contestó a la agresión de que era objeto.
Acudieron varios miqueletes y agentes y algunas personas de las muchas que salí­an por todas partes. Un miquelete cogió de un brazo al Sr. Peña, tiró de él con fuerza, le hizo perder el equilibrio, y nuestro amigo cayó por la escalera, aunque sin lastimarse, afortunadamente.
No añadirí­amos una palabra más, si no nos creyésemos en el deber de rechazar toda la responsabilidad de lo sucedido sobre quien lo provocó, sin respetar el sitio en que se hallaba.
Y esto dicho, cúmplenos manifestar nuestra gratitud a las muchas personas que, afrontando el temporal anoche reinante, visitaron esta Redacción para enterarse de lo ocurrido y ofrecerse al Sr. Peña incondicionalmente.