Los Tres Pasajes, nº 11, 1953
Una de las personas más popularmente estimadas y queridas del distrito anchotarra es, sin duda, María Luisa Rodríguez.
Todas la conocéis. Bajo los arcos del «topo», a mano izquierda según se penetra en el distrito por la calle principal del General Zumalacarregui, tiene instalada al aire libre su pequeña industria.
En este lugar, donde el bien surtido tenderete de María Luisa –caramelos, galletas, chocolates, almendras, regaliz, pelotitas de trapo y hasta pitillos al por menor– se halla establecido desde Agosto de 1948, no había nadie con anterioridad a dicha fecha. Enfrente, sí. Ancho ha crecido mucho de poco tiempo a esta parte, y merced a este desarrollo, hoy pueden convivir, haciéndose la natural competencia, dos industrias –dos negocios– similares por su calidad y por la modestia de sus pretensiones.
Queríamos conocer de cerca a María Luisa, y nos acercamos a ella el domingo 21 del pasado Junio, festividad de dan Luis Gonzaga.
María Luisa –rostro vivo, agraciado, simpático; mirada inteligente pero un poco triste– tenía en su mano una postal que acababa de recibir.
En dos palabras le dijimos nuestros propósitos, que a ella no le disgustaron.
–Afortunadamente, llega V. en un momento propicio. Los domingos por la mañana, sobre todo si hace bueno, no hay demasiado trabajo. Los unos, a «Puntas»; los otros, al campo… Ancho se despuebla.
—Y aprovecha V. para leer la correspondencia atrasada…
–No; se trata de una felicitación. Hoy es mi santo.
Amablemente me alargó la postal, muy bonita por cierto –un pájaro y unos claveles– a cuyo dorso, con la venia de la señorita Rodríguez, leímos: «Muchas felicidades te desean en el día de tu santo estos que no te olvidan». Firmaban dos equis mayúsculas.
—¿Anónimo?
–Ya lo ve V. Las buenas acciones no requieren otro testigo que Dios. De todos modos, yo agradezco mucho el rasgo. Aunque no sepa a quién… Sé que se acuerdan de una, y eso agrada. También –mírelo V– me han enviado este ramo…
En efecto: eran unas rosas preciosas.
—¿Los mismos de la postal?
–Pues no lo sé. Otro envío anónimo…
—Se advierte que tiene V. muchos amigos…
–Todo Ancho es mi amigo: hombres y mujeres, chicos y grandes… ¡Si V. viera! El puesto suelo tenerlo siempre la mar de concurrido…
—Precisamente, ya lo había notado. Muchos clientes, ¿no?
–A veces, sí; pero casi siempre es que me hacen compañía; y… ¡se organiza aquí cada tertulia! Puesto que mi horario es largo –de 9 a 9 los días laborables, y los domingos y festivos, de 8’30 de la mañana a 11 de la noche– resulta que este puesto en el que incluso como y ceno es un centro de información de lo más pintoresco. Aquí, a mi derecha, se clava en la pared, lo mismo que en otros lugares del pueblo, un cuadro conteniendo las esquelas de cuantas personas fallecen en Pasajes; pues, quieras que no, yo tengo que estar enterada de quién es el muerto, y a que familia pertenece, de cuál ha sido su última enfermedad, qué médico le ha asistido, cómo se deslizaron sus postreros instantes… y todas las restantes circunstancias relativas al trance y al interesado. A la fuerza tengo que saberlo todo…
—La verdad es que este lugar es el centro mismo de Ancho: una verdadera atalaya…
–Eso es cierto. Todo lo que pasa y ocurre ha de deslizarse ante mis propias narices… ¡Figúrese, que hasta tengo que saber cómo son las películas que se «pasan» en Pasajes y en San Sebastián…
—Para saberlo, irá V. mucho al cine…
–Es mi distracción favorita…
Hay una breve pausa en el diálogo, y María Luisa prosigue, con su proverbial locuacidad:
–Si alguien se encuentra alguna cosa, me la trae al puesto, porque sabido es que quien la haya perdido viene a comunicarme inmediatamente lo sucedido. El otro día, Lolita Arbona, expresidenta de Acción Católica, me trajo una pulsera, que había extraviado Esperancita Romo… Y así, siempre…
—Si a menos cobrase V. algo por esa labor informativa y mediadora…
–Me considero bien pagada con la amistosa estimación de todos…
—¿Será indiscreto preguntarle la edad que tiene, María Luisa?
–Y aunque lo fuera… Tengo 24 años.
—¿Nacida en el mismo Ancho?
–No: en San Juan. Pero resido aquí desde hace 19.
—¿Tiene familia?
— Vivo con mi único hermano, casado; su señora y mis dos sobrinitas, de cuatro años y uno, a las que quiero entrañablemente.
—¿Cómo marcha el negocio?
–Se saca la vida.
—¿A cuánto ascenderá el género que tiene sobre esta mesa?
–Pasadas las 4.000 pesetas.
—¿Cuándo se vende más?
–Por fiestas, algo más. Suelo notar bastante, porque flaquea sensiblemente la venta, los fines de semana; y todavía más, los últimos de mes…
—¿Qué hace V. cuando se encuentra sola en el puesto?
–Leo.
—¿Novelas, acaso?
–Libros instructivos. No me gustan las novelas
—Entre todas las amistades que tiene, ¿distingue a alguna con su predilección?
–Tengo sólo un par de amigas íntimas.
A esta altura de nuestra conversación, una pequeña, que acaba de llegar, deja en poder de María Luisa Rodríguez un receptor de radio diminuto y monísimo. Intrigados, preguntamos:
—¿También oye radio en el puesto?
–No, no… Me lo han pedido mis vecinos de enfrente, los Biain, para escuchar el reportaje de la final de futbol, desde Madrid. Como su negocio es el alquiler y lá reparación de bicicletas, resulta que tienen abierto el establecimiento hasta los domingos. Yo les hago este favor encantada. Además, ellos me irán comunicando las incidencias del encuentro, y yo se las iré retransmitiendo a los curiosos que me pregunten ..
Por cierto: los que suelen tomar bicicletas en alquiler a los hermanos Biain y, llegado el momento de devolverlas, se encuentran el taller cerrado, me las suelen dejar recostadas en esta pared, diciéndome simplemente:
–Mira, Luisa; aquí te dejo la máquina, ya la devolverás tú…
Comentamos las anteriores palabras, diciendo:
—Lo cual es una prueba indudable de la cariñosa familiaridad con que la tratan todos sus convecinos…
Sonríe, satisfecha y sencilla, y agrega:
–Pues… no sabe V. lo más gordo. Cuantos anchotarras viajan en trolebús, no tiran el billete que, como sabe, lleva al dorso un anuncio de la lavadora mecánica Otsein, sino que, al pasar junto al puesto, me lo dan. Por este procedimiento, he llegado a reunir hasta el momento presente 195 números para el sorteo de dicha lavadora.
—Si tuviera la suerte de que le tocara, tendría que lavar la ropa a todo el pueblo, ya que todo el pueblo ha contribuido a que V. entre en posesión de la lavadora…
–¡Hombre! Toda la ropa, no. Pero, sí, por lo menos, un par de calcetines. Es lo que yo les digo…
Lucio Ulia