Kronikak

EL CRIMEN DE ANCHO:
Entrevista con el criminal (1)

El Guipuzcoano, 1889-07-27

Si el sangriento drama del domingo en el vecino puerto de Pasajes y en su barrio de Ancho, no ofreciera tanta singularidad, y sobre todo no fuera tan absolutamente extraño a las costumbres de un paí­s tan culto como el guipuzcoano, tal vez no hubiera llamado tan poderosamente la atención ni hubiera excitado tanto la curiosidad pública.
Si, por otra parte, es cierto que no hay motivos, nunca, que justifiquen a un criminal del atentado cometido, explicando hasta cierto punto también estos, cuando una pasión como la de los celos enciende el rencor o el odio en el pecho humano. Pero esto, que sólo puede admitirse con gran reserva, no justifica –si justificar pudiera– el acto cometido por Basilio Vallejo en la tarde del domingo, puesto que según confesión propia que le oí­mos y anotamos, no han entrado los celos para nada en los móviles que le impulsaron a cometer el delito.
Cuatro horas duró nuestra conferencia con él, y durante ella adquirimos la convicción de que Basilio Vallejo, naturaleza nerviosa e impresionable, habí­a cometido su delito impulsado por una obcecación incomprensible, al verse despreciado y burlado, sin duda alguna, por la que fue su amante, por la que abandonó la carrera de las armas, en que siempre se distinguió, por la que, por último, con sus excitaciones, la habí­a conducido hasta el extremo de abandonar por completo a su mujer y a sus cuatro hijos, y la que en fin, lo dejaba en la miseria. Estas, al menos, fueron sus manifestaciones.



¿Quién es el criminal?

Cuando nos presentamos a las doce de la mañana en la cárcel, el alcalde Sr. Álvarez nos autorizó para poder hablar con el preso, y acompañado de un vigilante, bajó Basilio Vallejo al despacho que aquel pusiera a nuestra disposición.
Confesamos que la primera impresión que el aspecto de Vallejo produce en el que lo ve por primera vez, es excelente. Su aspecto marcial, su tez tostada por los rayos ardorosos del sol y también por la intemperie, los rasgos finos de su fisonomí­a, su abundante negra y sedosa cabellera, sus modales corteses y correctos, su hablar tranquilo, sosegado, finí­simo en una palabra, disponen en su favor al más rí­gido de los jueces, mucho más quien como a nosotros no le incumbe el deber de aplicar las penas implacables de la ley.
Al entrar, quitóse la boina azul que llevaba y quedóse de pie ante el bufete que ocupábamos. Hubo tres minutos de silencio, durante los cuales le examinábamos, si bien aparentando que escribí­amos algo.
Basilio Vallejo, el asesino y amante de la estanquera de Ancho, Manuela Antí­a, es alto y delgado, de temperamento nervioso; todo su aire respira a milicia; sus manos nudosas, están cubiertas de callos producidos por el roce continuo del fusil.
Viste decentemente: un traje de color de ceniza oscuro y boina azul.
Su mirada es rápida, algo así­ como inquieta. A veces permanece como dos o tres minutos ensimismado. Cuando relata algo desagradable, lleva su mano derecha temblorosa a la frente y a la cabeza.
Cuando Vallejo recuerda sus primeros años y sus campañas, en las filas carlistas y contra las huestes carlistas, su cara resplandece; una sonrisa cubre sus labios y demuestra su contento. De los balazos, de los bayonetazos, habla como de una cosa común y nada notable con la indiferencia militar.
–Vallejo, tenga V. la bondad de sentarse, le dijimos. El objeto de la visita es hablar con V. respecto al delito que cometió el domingo. ¿Querrí­a V. hablar lo más extensamente posible sobre los móviles que le han conducido a tan criminal determinación?
–Yo hablaré con V. todo lo extensamente que V. quiera y le diré toda la verdad, como se la he dicho al juez de Alza y al alcalde de la cárcel, y a este, que ha sido miquelete conmigo, añadió señalando al vigilante estaba sentado en un sofá cerca de Vallejo.
–Es cierto –dijo el vigilante.
–Le doy a V. las gracias –añadimos– porque nuestro objeto es…
–El señor será periodista, dijo Vallejo.
–Sí­, Vallejo, soy periodista.
–No estoy muy satisfecho de los periodistas –añadió sonriéndose– he sabido que un periódico me trató algo mal y que EL GUIPUZCOANO dijo algo que no era cierto; lo de los celos…
–Pues yo soy redactor de EL GUIPUZCOANO y rectificaré lo que V. me diga que no es cierto.
–Es lo que deseo. Voy a hacerle a V. una verdadera confesión, y si V. tiene tiempo se lo contaré todo. Mucho más extensa será esta declaración que las que he prestado ya.
–Es lo que deseo yo también.
–A mí­ me hace V. un gran favor con quererme escuchar y quisiera que todo cuanto le digo, bueno o malo, lo ponga en EL GUIPUZCOANO.

Declaración del criminal

Ofrecimos un cigarrillo a Vallejo, y cuando lo hubo encendido, prosiguió.
–Como V. ya sabe, me llamo Basilio Vallejo. He nacido en Tapia, en la provincia de Burgos. Mi padre es capataz en la estación de ferrocarril de Zumárraga y se llama Juan Vallejo. Mi madre murió hace largo tiempo, y como una de mis hermanas quedó viuda, se fue a vivir con mi padre. Aquí­ en San Sebastián, tengo a una pobre hermana casada con un carabinero, el cual tiene la desgracia de estar siempre enfermizo. Yo tengo ahora treinta y siete años y medio. Mi padre me hizo ir a la escuela y aprendí­ a leer y escribir, y aunque estaba bastante adelantado, después de la guerra me perfeccioné mucho más.
–¿Y qué empleo o qué oficio tení­a V.?
–Empecé siendo aprendiz de litógrafo en casa de D. Bernardo Mendia, de Zumárraga, donde me crió. Después fui contratado por dos años a la casa de la señora viuda de Lizarbe, en Vitoria; pero nos ofrecieron a otros y a mí­ trabajo mejor en la fábrica de Oñativia e hijo, de Oñate, y allí­ nos fuimos. Esto serí­a no sé si el año 70 o el 71.
Al llegar el dí­a 21 de abril del 72 los carlistas a Oñate, nos hicieron presos a mí­ y a otros amigos y nos dieron fusiles. ¡Claro está! –añadí­a sonriente– como yo no he sido nunca cobarde , en la mañana del 14 de Mayo nos avistamos en Mañaria, cerca de Durango, con las tropas liberales y yo fui uno de los que tuve que cargar, y estando en la refriega, recibí­ dos balazos y un bayonetazo.
Esto me sirvió para librarme de las garras carlistas, pues cuando curé en el hospital de Durango pude escaparme y me fui a Oñate a pedir puesto entre los voluntarios que mandaba el Sr. Amiama.
No vale la pena decir más sobre este particular, porque la historia que nos queda por contarle es muy extensa. Diré sólo que entré en el cuerpo de miqueletes el 1º de Agosto del 74 y pedí­ la licencia el dí­a 30 de Enero de 1888, habiéndome sido concedida al dí­a siguiente, 31 de Enero.
Al llegar a este punto, Vallejo, se detuvo y nos dijo:
–Hágame V. el favor de hacer constar que no fui expulsado del cuerpo, como se ha dicho, sino que pedí­, y me fue concedida la licencia. Y la prueba es que me dieron los sobre alcances, que eran cincuenta y tantas pesetas. Vea V., pues, si fui expulsado. Si lo hubiera sido, no me hubieran pagado los alcances
Como militar he querido ser siempre honrado. He estado en infinidad de portazgos y nunca ha faltado un céntimo en mi recaudación. De otro modo no hubiera llegado a ser sargento segundo con grado de alférez.
Le prometo a V. rectificar ese error.

Cómo entablaron relación Vallejo y Manuela

–Bueno. Ahora tengo que volver a mis primeros pasos y suponga que no le desagradará a usted esto, puesto que me ha asegurado que quiere extensos detalles.
–De ninguna manera. Le escucho a usted.
–No sé si usted sabe que estoy casado y que mi mujer es de Elgoibar. Tengo cuatro hijos. De los cuales el mayor tiene 12; el cuarto también es un varón y la segunda y tercera niñas. Por ellos tengo pena de lo que he hecho –añadió– pasándose la mano por la frente y con visible emoción.
Mi mujer y mis hijos viven en Azcoitia y allí­ estaba yo cuando por un asunto por el que se me formó expediente, y en el cual intervino el Sr. Dorronsoro y el coronel Logendio, por cierto nada a favor mí­o, se me impusieron 15 dí­as de castilla que los pasé en la Motta. Este asunto, como por otro que se me quitaron los galones por haberle roto la cabeza a un carlista de Mondragón, ya se los contaré más despacio. Son dos notas que tengo en mi hoja de servicios que me han dolido mucho, sobre todo la del expediente de Azcoitia, en la que, según me dijeron, carlistas como Dorronsoro y Sangarren influyeron contra mí­ y la Diputación y el coronel Logendio me condenaron sin oí­rme siquiera. En fin, como le digo, otro dí­a hablaremos de eso.
–Como usted guste –le repliqué.
–Si, prefiero hablar de lo esencial. Pero por lo que veo, no va a ser posible que publique usted todo esto de una sola vez. Yo leí­a mucho EL GUIPUZCOANO y comprendo que no puede salir todo en un dí­a.
–No le importe a usted, lo publicaremos en dos o tres dí­as.
–Yo quisiera que todo esto se publicara para que lo lea todo el mundo, y hasta en el extranjero y en Madrid –añadió Vallejo con exaltación– para que se vea hasta donde llega un hombre que se deja avasallar y dominar por una mujer.
–Haré lo que pueda por complacerle.
–Salí­ el dí­a 10 de Abril del 87 del castillo de la Motta, a cuyo comandante estoy muy agradecido, y fui a ver al coronel de miqueletes Sr. Logendio, mi jefe, a quien como buen militar que siempre fui, no le expuse ninguna queja por lo ocurrido. El coronel me destinó al puesto de Pasajes y me ordenó fuera a recoger el armamento que habí­a dejado al constituirme prisionero en el castillo.
El 11 de Abril llegué de puesto a Pasajes, donde no llevé la familia porque no me era posible sufragar tales gastos. Allí­ continué largo tiempo.
El dí­a que yo conocí­ a Manuela Antí­a fue el primero de Junio de 1887, y he aquí­ en que circunstancias.
Por la mañana, me encontré aquel dí­a a un amigo. No recuerdo precisamente quien fuera; pero, creo que era uno que llamábamos Tizón. Ese amigo recuerdo que me dijo:”Basilio vamos a ver a la nueva estanquera, que hoy ha abierto el estanco”. “Vamos allá” –le dije. Y nos encaminamos al estanco, que ocupaba una tienda del piso bajo de la letra C, de la calle llamada de la Estación, por hallarse haciendo frente a esta.
Yo entré el primero y después de saludarla le pedí­ un paquetillo de 20 céntimos, que ella me sirvió diciéndome:
–“Es usted al primero que vendo tabaco en mi vida”. “Que sea con buena suerte” –le contesté.
Vallejo suspiró e hizo una pausa.
Mi compañero –añadió– compró un puro, y yo permanecí­ hablando con ella un rato, sobre la coincidencia de ser yo el primero que estrenaba su venta.
–La verdad es –prosiguió Vallejo– que aquel dí­a, Manuela ni me agradó ni me desagradó, no me chocó ni llamó la atención tampoco.
Por la noche recuerdo que volví­ al estanco y estuve hablando con ella hasta que cerró el establecimiento. Ella me dijo cómo se llamaba y me anunció que era viuda de un amigo mí­o, cabo segundo que fue de miqueletes, llamado José Marí­a Aguirre. También le dije mi nombre, que ella dijo conocer por haberle oí­do a su difunto, y que sabí­a que era casado en Elgoibar y que tení­a entonces tres hijos. Volví­ al dí­a y a la noche siguiente, y empezaron nuestras relaciones, instándome ella para que fuera a vivir a su casa como pupilo. Yo le objeté que no podí­a porque no tení­a dinero, ni me parecí­a bien, puesto que estaba casado, y esto lo censurarí­an mis jefes. Pero ella insistió tanto en los dí­as siguientes, que después de haber pagado en la casa donde estaba a pupilo, al cobrar, el dí­a 13 de Junio, me decidí­, ya que tanto me instaba y me comprometí­a, y me fui a su casa, viviendo con ella maritalmente.
Al llegar a este punto, Vallejo se detuvo como ensimismado, y al notarlo le advertí­:
–Sentirí­a que el trabajo que se está usted imponiendo para satisfacer mis deseos, le cansase o le molestase.
–De ninguna manera. Al contrario, me ha hecho V. un favor al venir, porque, prefiero encontrarme aquí­ con V., que sólo en la celda.
–Supongo que los recuerdos que evoca le desagradarán.
–No, señor, no. Esta, mañana he declarado tan tranquilo o más que ahora… Estoy decidido a todo –añadió.
Vallejo se llevó la mano a su frente, con un movimiento nervioso.
De repente, y como asaltado por una idea fija, siguiendo su nervioso cuerpo, dijo:
–Dí­game V. ¿cuántas puñaladas la he dado?
–No recuerdo –le contestamos, para alejar la conversación de ese punto, que parecí­a absorber toda su atención.
–¡Vaya! como periodista, sabe V. mejor que yo esas cosas.
–Vagamente… Creo que son siete las puñaladas que V. le dio.
–No sé…Yo me cegué… No sabí­a lo que hací­a…
Vallejo agitaba sus manos vivamente, su semblante se hallaba lleno de sudor, su cabello, desgreñado por las veces que su mano nerviosa pasara por su cabeza. Sus ojos presentaban ese color vidrioso que anuncia el llanto. Sin embargo, no vertió lágrima alguna. Se veí­a que aquel hombre, allá en lo profundo de su conciencia, sentí­a, por más que no querí­a demostrarlo y que se decí­a tranquilo.
–¿Ha muerto? –dijo– pronunciando esta frase rápidamente.
–Creo que sí­.
–Cuando un periodista dice “creo que sí­” es que es ya seguro. Demasiado lo se yo… Es claro… siete puñaladas… yo no tení­a intención.
–En fin –añadió después de una pausa– voy a contarle a V. cómo ha sucedido lo del domingo… Al fin al cabo yo he declarado toda la verdad.
Y fijándose en que lo mirábamos con una comisión que no podí­amos ocultar, exclamó sonriéndose:
–Ah, ya verá V. cómo mi causa no dura tanto como la de Higinia.
Después de encender otro cigarro, Vallejo, sin titubear, con una precisión increí­ble, recordándose de todas las fechas y de todos los sucesos, prosiguió de esta suerte:
-Yo le pagaba religiosamente seis reales diarios como en la casa donde anteriormente estaba. Seguí­ en su casa hasta el dí­a 12 de Agosto del 87 en que fui destinado por mis jefes a la inspección de Behobia.
Como al estar allí­ tení­a un poco más de dinero, y no habí­a enviado un cuarto a mi mujer desde que me fui a vivir con Manuela, desde allí­ le mandé una pequeña cantidad y unos pañuelos. Esta fue, creo, la última vez que le envié dinero, en lo que comprendo que hice mal, pues yo debí­a haber continuado enviándolo. En fin, ya está hecho…

Estuve en Behovia hasta el 27 del mismo mes, viniendo lo0s dí­as festivos a Pasajes a verla y a mudarme, hasta Noviembre del 87 en que fui destinado a la cadena de Inchinoa, en Zumárraga.
Estuve allí­, teniendo carta suya dos veces por semana y a veces telegramas. En estas cartas, siempre me decí­a que tomara la licencia y me fuera a vivir con ella definitivamente, pues con su trabajo y el mí­o vivirí­amos bien.
Lo cierto es –continuó Vallejo, después de una pausa– que aquella mujer me tení­a absolutamente dominado y avasallado, y era tal la fuerza que tení­a sobre mí­, que muchas veces pensé pedir la licencia para irme a vivir con ella.
Pero, a pesar de todo, yo comprendí­a que hací­a un mala acción en abandonar a mi mujer y mis hijos; ella, por el contrario, me decí­a que mi mujer estaba dominada por los curas y que era mala, y siempre me aconsejaba que no pensara en ella ni le mandase dinero, porque tení­a protectores.
Yo estaba tan dominado y apasionado por la Manuela…. Yo no sé lo que me habí­a dado aquella mujer para eso… que no podí­a permanecer sin verla, y habiéndome escrito ella que fuera a su lado a pasar los dí­as de navidad, solicité el permiso.
Hubo de enterare mi mujer de mis relaciones con Manuela, pues ya eran públicas y mis compañeros las conocí­an, y viendo al capitán D. Antonio Arnao, puso en su conocimiento el estado en que yo la habí­a abandonado (estaba encinta). El capitán dispuso entonces que no me concediesen el permiso que tení­a solicitado.
Recuerdo que fue el teniente D. José Zuloaga, de punto entonces y ahora en Beasain, el que me comunicó la orden en que se me negaba el permiso. Pero yo, en vista de esto, frecuentaba muy a menudo la casa de la Manuela, sin permiso de mis superiores. Para ello salí­a por la tarde y volví­a por la noche, de modo que casi puede decirse que no abandonaba el servicio; únicamente faltaba un par de horas, en las que me reemplazaba el miquelete que estaba a mis órdenes. Verdad es que reconozco, como militar de corazón que he sido, que faltaba a mi deber, si bien mi falta parecí­a no tener importancia, porque nuestro reglamento manda que uno duerma doce horas y durante estas el otro vigila. Además, las clases pueden escoger para vigilar las horas que les convengan.
Este individuo conoce perfectamente –añadió– la correspondencia que yo tení­a con ella, porque siempre lo sabí­a.
–¿Recuerda V. cómo se llama?
–Como es miquelete nuevo, de después de la guerra, no recuerdo su nombre, pero ahora está de punto en Beasain.
–¿Leí­an ustedes las cartas juntos?
–No, yo no le leí­a nunca cartas de mujeres, hablábamos mucho de ella y de mis asuntos. Conocí­a mis relaciones con ella porque me tení­a cuenta que lo supiera, para si me necesitaban los jefes que supiera donde estaba.
También conocí­a mis relaciones con Manuela el teniente Zuloaga, y la prueba es que varias veces me advirtió que el dí­a que me cogiera darí­a parte.
Y así­ pasó. Serí­a próximamente el 19 de Enero del 88, cuando al regresar yo por la tarde de Pasajes, me esperaba el teniente en la estación de Beasain, y al hacerme él reconvenciones, yo le dije: “¿Qué quiere usted. Esa mujer me tiene loco y no puedo pasar sin verla. ¿Dlce V. que me va a dar la licencia? Mejor será”
Dio, con efecto, parte al coronel Logendio, y este, para evitar mis relaciones con Manuela, me destinó al puesto del monte Uli, arriba de Lizarza. Al entregarme el teniente la orden, el dí­a 27 de Enero del 88, le contesté: “No sé si iré a allí­. Manuela no querrá”
El 28 fui a Tolosa y pedí­ permiso al capitán Arnao, para venir a San Sebastián. Vine y fuí­me a ver al coronel Logendio, manifestándole mi intención de marcharme del cuerpo a causa de la Manuela, que así­ lo querí­a. Presento en efecto mi dimisión el dí­a 30, y el dí­a 31 de Enero se me admitió y se me pagaron mis alcances. Vea V. como vino mi licencia y diga V. alto que no me echaron del cuerpo.
El uniforme de miquelete lo he llevado catorce años y medio, esto es, hasta hace dieciocho meses, y no creo que lo haya manchado mientras lo he llevado. He conquistado, y lo digo con orgullo, mis galones de sargento con grado de alférez, con mi sangre.
–Descanse V. un poco –le dijimos.
–¡Ca! No señor, no estoy cansado. Voy a contarle a V. todo, porque así­ vendrá la sentencia antes que a esa Higinia Balaguer, como le he dicho a V. antes.
–Bueno, como V. quiera.
–Pues siga V. escribiendo… Recibida la licencia, marché aquel mismo dí­a después de dejar el armamento, y cuando llegué a casa de la Manuela, ella, muy contenta, me ayudó a quitarme el uniforme de miquelete que aquel dí­a llevé por última vez en mi vida.
Vallejo encendió otro cigarro y prosiguió:
–Ahora es menester que le de cuenta a V. de cómo estaba yo interesado en su casa y del modo como viví­amos.
–Le escucho a V. atentamente.
–¿Saldrá todo en EL GUIPUZCOANO? Porque yo quiero justificar ciertas cosas
–Se lo prometo a V.

–Bueno… Por la influencia de D. Fermí­n Machimbarrena, Manuela, como viuda de un sargento de miqueletes, obtuvo un estanco. Pero ella cedió sus derechos, un 1º de Mayo de 1888 a Simón Ostolaza, juez municipal de Ancho y dueño del Café de la Perla de aquel punto. Pero en este mismo mes, Manuela se entendió con D. Luis Camionge que tení­a allí­ alquilado un local y entonces puso el estanco por su cuenta el dí­a 1º de Junio, y como ya dije, yo fui el primero a quien vendió en dicho dí­a el primer paquete de cigarrillos. ¡Ojalá no hubiera entrado nunca!
Manuela para poner el estanco, habí­a hecho un contrato por doce años con D. Luis Camionge, un señor francés que fue director de la fábrica de petróleo de Pasajes. La escritura se hizo en casa del señor Aritmendi. Mr. Camionge daba a la Manuela seis reales diarios, luz, leña y casa, y ella se encargaba de la venta de las telas y otros efectos que habí­a en la tienda y le abonaba la utilidad de todo, incluso de los beneficios del tabaco y sellos. Ella no podí­a introducir ninguna clase de género para la venta sin su permiso.
Fuí­me, pues a vivir maritalmente con ella el dí­a 31 de Enero del 88, y le dí­ algún dinero, quedando en que trabajarí­amos los dos y vivirí­amos de lo que ambos ganáramos, acordando también que a los dos años nos establecerí­amos por nuestra cuenta.
Así­ viví­amos. La niña de once años, que tení­a iba a la escuela, yo me ocupaba de otras cosas distintas. Iba por corderos a Villafranca y a otros mercados y lo que ganaba se lo entregaba, así­ como yo cogí­a el dinero que necesitaba del cajón o de la cómoda, pues siempre el dinero estaba a disposición de los dos.
Tení­amos bastante parroquia de obreros que vení­an a beber aguardiente o vino, y entonces pensé yo en vender por mi cuenta el aguardiente. Escribí­ a D. Victoriano Echevarria de Olazagutí­a, en Navarra, pidiéndole aguardiente, y me mandó. Desde entonces todos los meses consumí­amos dos barriles de aguardiente anisado, de 3 o 4 cántaras y para ganar más, yo pasaba uno de los barriles de contrabando. Ganaba de 20 a 25 pesetas en cada uno de los barriles, y este dinero lo tení­a yo siempre aparte.
Pronto empezaron los desacuerdos. La pobre niña, acostumbrada a muchos mimos, era objeto de frecuentes disputas y también era causa de estas el hecho de que la Manuela después de haberme pedido 1.000 reales que yo le di en Febrero, y aquí­ tiene V. el recibo (y nos lo enseñó), sacaba dinero del cajón común y se lo llevaba para ponerlo en la Caja de Ahorros a nombre suyo o de la niña. Esto me irritaba y no me gustaba, pues yo no era gastador y aquella falta de confianza no me agradaba.
El dí­a 6 de Setiembre del 88, habí­a 300 pesetas en el cajón. Las quiso coger para llevarlas a la Caja de Ahorros, y como yo me apercibí­, cogí­ el saco en que estaban y lo escondí­ bajo unos papeles. Reñimos mucho, y entonces me marché. Cuando volví­ a cenar, el guardia Martí­n, a quien ella me delató como autor de robo de 300 pesetas, me hizo preso en la cárcel de Alza y luego en la de esta ciudad. Pero ella misma vino a ver al juez y le dijo que era cierto el robo, y fui puesto en libertad.
Enojado de su conducta conmigo, fui a casa cuando estuve libre; cogí­ el baúl y dinero y me fui a Hendaya. Avistéme allí­ con un tal Venancio Cendoya, contratista de emigrantes para Buenos Aires y le pagué 45 duros del pasaje. Pero se enteró Manuela e inmediatamente vino a Hendaya; me encontró en el camino y se puso de rodillas llorando para que no me fuese y volviese con ella. Me dio lástima y le pedí­ que para alejar todo motivo de disputa, enviase a su hija a Zumaya con sus parientes. Ella me prometió hacerlo, y me quedé, aunque Cendoya no me devolvió más que 125 pesetas.
Viví­amos nuevamente unidos. El dí­a 3 de Marzo último, faltaron del cajón 300 pesetas y esto me enfureció. Al oí­r nuestra disputa, bajó una vecina del piso primero, llamada Micaela, y trató de poner paz entre nosotros. Ella me confesó que las habí­a guardado y traí­do a San Sebastián, y yo, comprendiendo que así­ no podrí­amos vivir, pensé en separarme de ella, por lo menos durante un tiempo, y me marché de su casa.
–¿Y dónde fue V.?
–Fuí­me a Bilbao, llevándome sesenta pesetas, y allí­ estuve trabajando.
–¿En qué se ocupaba V. y dónde?
–Cuando llegué a Bilbao estuve unos ocho dí­as sin trabajar. El dí­a 12 encontré trabajo en los astilleros de los señores Rivas y Palmer; entonces abandoné la posada de Juan Navarro, frente a la estación de Achuri y me fui a Sestao, donde viví­a en casa de Antonio Galdiano, calle de Rivas núm. 22, tienda, y trabajé hasta el dí­a 18 en los astilleros.
–¿Y volvió V. a Pasajes alguna vez?
–Si, señor. Como me fui llevándome sólo dos trajes, me puse en camino el 18 de Marzo para Pasajes, con objeto de venir a buscar más ropas, pidiendo para ello permiso. Vine a Pasajes y en Azcoitia ví­ a mi hijo y a mi hija mayo, quienes comieron conmigo en la posada donde para el coche. Les prometí­ alguna cosa para mi vuelta y les señalé el dí­a en que regresarí­a para que vinieran a verme. Mi mujer no hizo nada por verme, ni yo tampoco por verla a ella.
Llegué a Pasajes, donde Manuela me recibió bien, y como yo le hablé de la pena que me dieron mis hijos, ella se enfadó y volvió a decirme que los curas de Azcoitia tení­an dominada a mi mujer. Comprendiendo yo que no debí­a continuar viviendo con ella, me marché de nuevo el dí­a 21 de Marzo, aún cuando el trabajo a que me dedicaba era muy penoso, llevándome mi baúl y todas mis ropas.
A mi paso por Azcoitia, no acudieron mis hijos como les habí­a dicho que lo hicieran, y yo supuse que mi mujer no lo consentí­a. De todos modos, dejé tres duros y una docena de naranjas a un amigo, para que se los diera, ya que se lo habí­a prometido.

En Bilbao, volví­ a trabajar a las órdenes del primer capataz D. Carlos Munich en los astilleros. El trabajo era tan penoso que sufrí­a yo mucho, y no podí­a yo menos de considerar que hice mal en abandonar la carrera de las armas, instigado por la Manuela. Esta, ya no me escribí­a, y yo padecí­a mucho moralmente por mi precaria situación.
La mala gente que hay ocupada en los astilleros y en Sestao, me iba echando a perder; y yo, temiendo que me convirtiera en un pillo, escribí­ a Mr. Camionge, quien me habí­a prometido buscarme un empleo.
El dí­a 6 de Abril dejé el penoso trabajo de peón de los astilleros, donde trabajamos de seis a seis, porque encontré empleo al servicio del rematante de arbitrios de la carne, de Sestao, que se llama D. Paulino López; pero mi situación no mejoró por eso, pues las tareas estas me obligaban a sostener frecuentes disputas y además me buscaba para proponerme siempre negocios fuera.
En esta situación, abandonado de todos, y sobre todo por ella, no teniendo recursos suficientes para atender a mi subsistencia, escribí­ a Mr. Camionge y le remití­ el recibo de mil reales para que se los reclamara a Manuela. Me contestó diciéndome que ella no querí­a pagarme y que no me conocí­a ya para nada.
Esta contestación me disgustó; pero a pesar de ello, seguí­ trabajando hasta que a mediados de Junio, recibí­ una carta de Mr. Camionge, la cual entregué el otro dí­a al juez de Alza, en la que me decí­a que podí­a emplearme en Nanclares con el contratista de las obras del balneario Mr. Bush, dándome diez reales diarios y nombrándome también guardia de noche de dichas obras si me portaba bien.
Además, añadí­a que la Manuela no le entregaba las cuentas con la lealtad necesaria y terminado ya el contrato, querí­a liquidar con ella y se alegrarí­a de que estuviese presente para zanjar las dificultades, pues no estaba dispuesto a consentir que no se cumpliera lealmente con él, ya que la deuda subí­a a más de 800 pesetas.

L. DELATTE

(Continuará)