Los Tres Pasajes, nº 11, 1953

Muchas veces habí­a pensado glosar recuerdos que hicieran una descripción somera de nuestro puerto, ya tan remozado, que muchos de los que hoy moran la Villa — ¡muchí­simos!– y muy particularmente los de la quinta del 52, desconocen por completo, aunque para los de nuestra edad sea plenamente familiar cuanto a ello se refiera.
Procedente de un puerto costero guipuzcoano, arribé a este delicioso Pasajes en una fecha de recuerdos para todos los gustos, allá y entre los años 21 y 22, coincidiendo con el último embarque de tropas y efectos para la guerra de Africa. Esta fue el origen de poner los pies por vez primera en el puerto; después mi discurrir por él era harto frecuente; tanto, que hoy me origina un no sé qué nostálgico…

Alguna vieja «foto» o grabado mostrarán la faz quijotesca de aquellas destartaladas tejavanas que irónicamente se nombraban almacenes. Pero describir exactamente los tipos que en aquella época fueron alma y vida –algo así­ como una familia– de los muelles, de tráfago permanente, no es cosa sencilla ni descriptible en una postal.

Acontecimientos ligados al último conflicto, o por causas que ignoro, me hacen comparar el movimiento actual con el de ese pasado no tan remoto. Por aquel entonces, era corriente y permanente el estar el muelle saturado; desde Herrera hasta el llamado «muelle nuevo», seis o más vapores esperando turno, amarrados en las boyas, prestos a descargar sus panzas por cualquiera de las tres grúas de vapor que bufaban como monstruos legendarios. Barcos de todas las singladuras y latitudes hací­an su arribo, y cargamentos de lo más heterogéneo eran estibados a todo lo largo y lo ancho de la periferia portuaria.

Toda la grey moceril –entre la que se cuenta este servidor– se lanzaba, implacable, al asalto de los cargamentos de coco seco que barcos indús y de otros pabellones que lanzaban sus sirgas a los amarraderos traí­an con destino a la fábrica de jabón de Lizarriturri, y puestos a la ¿¿custodia??… de un guarda, pintoresco y patriarcal, impedido, y que se valí­a de dos bastones para caminar… a paso de tortuga; se llamaba el Sr. Juan. ¡Cuánta cantidad del indigesto y picantemente oloroso «manjar» no habremos roí­do todos los contemporáneos, burlando el lento caminar de aquel vetusto guardián!. Otros, más audaces, –¡ya hací­a falta audacia!– iban a la busca y captura de ruedas para coche de niño, importadas del extranjero, con las cuales se construí­an, gracias a la pericia y al ingenio ingenieril de los chicos, unos artefactos llamados «goitikberas», causa de terror en las madres por la cantidad de tafetán gastado en contusiones, amén de ropas destrozadas en las espectaculares caí­das; pero tan codiciado artí­culo era tenazmente guardado de nuestra codicia por un guarda de genio vivo, conocido por Martí­n… y un etc. indiscreto, persona vivaracha y ágil, y bien secundado por un perrillo ratonero que descubrí­a nuestras actividades y nos poní­a en desbandada momentánea, para, desparramados en varias facciones por entre los callejones de acceso al muelle, lograr nuestros propósitos finalmente, entre persecuciones, denuestos, carreras y ladridos del perro y vociferaciones del guarda…

Quíenes coco; aquéllos guantes de goma, y otros, ruedas y calcomaní­as que vení­an entre los desechos de papel y que para tal búsqueda se hací­an verdaderos desaguisados en los fardos y bultos; son episodios que llenan el cajón de mi memoria y hacen rememore sus nombres, ya que hoy son entre sus familiares recuerdo y sí­mbolo. Quintanilla, Noval, Esteban, el Sr. Juan, «Belarri-motza» y el ya citado Martí­n, fueron el blanco de nuestras andanzas y travesuras.

Harto conocidos y populares fueron Monsieur Albert, «Mushalber», y el Sr. Benito, éste pesador basculero, que nada más iniciar su cotidiano «pi, pi, piií­», acudí­an nutridas bandadas de gorriones, sucios y rebozados del abundante polvo del muelle, y fogueados de todas las estridencias de la baraúnda del puerto; el de todo punto inolvidable y celebérrimo «Ollagorra», con sus atrocidades gastronómicas, tratando de imitar y emular a cualquier avestruz. Tales sucedidos creo hayan traspasado la frontera del tiempo y sean aún del dominio público las pantagruélicas y singulares hazañas de este hombre, que, dentro del marco del muelle, no tiene pareja, ni comparación, su pintoresquismo, su fama, y una larga historia de anécdotas personalí­simas.

Dignos de mención también, por su popularidad, son los nombres de los hermanos Salvador; el uno aguador, y el segundo calzador de los vagones, Juanito «Pocholo», los hermanos «Churrias» y un sinnúmero de citaciones que harí­an una lista interminable en mi relato, pues los sucedidos célebres y las costumbres de cada uno de ellos no se acabarí­an nunca.

Los que hoy conducen arrogantemente los «FENWIK» ignoran ser los herederos directos de los que arrastraban aquellas descomunales carretillas a tracción humana; de los hercúleos «mutillas», trasladando de un lugar a otro los vagones de diez toneladas con la presión servo-hidráulica de sus vigorosos hombros. Por último y como medio de locomoción ultra rápida, los citados vagones se trasladaban por unos descomunales y parsimoniosos bueyes, con cuyos orines se lavaron las manos tantas veces los boyeros…

¿Cuántos se acuerdan de la angulerí­a que estaba junto a Salinas, en lo que hoy es el abastecimiento de hielo, y en vecindad al, extinguido embarcadero del botero? Conocimos a los carabineros tocados con ros, gorra de plato y gorro cuartelero. No quiero echar en la niebla del olvido, la figura singular de una quincallera que ofrecí­a su mercancí­a por todas las bordas, con su inseparable y caracterí­stica cesta a la cadera, portadora de baratijas y fruslerí­as, en la boca el adorno permanente del rictus de su risa; dicharachera y bromista en exceso, la Pacita. Bruño y Muñoz también empuñaron sus cestas, distribuyendo sus mercaderí­as de fruta y cacahuetes; todos ellos contribuyeron a dar fisonomí­a al palpitar diario del puerto de «tiempo normal ».

Hoy, nuestro puerto tiene aspecto de plaza fuerte, acusados rasgos de tipo castrense. Los guardas con cierta inflexibilidad militar, y uniformados, acusan disciplina en lo que afecta a la buena presencia, y sin una tentativa siquiera al desaliño. Por los accesos principales parecen adivinarse unas a modo de casamatas de avanzada en los frentes de combate. Los almacenes, modernos y con gran capacidad, en los que son depositadas las mercancí­as con potentí­simas grúas de rápida maniobra en ingentes estibas, libres ya de toda ingerencia extraña e infantil. que, aparte de imprimir un sello completamente distinto al de nuestra época, quedan a cubierto de los riesgos de pérdidas por deterioro y humedad, amén de los destrozos que inferí­an los ejércitos de ratas que pululaban e infestaban antaño todos los rincones de la rí­a…

Si el puerto de Pasajes, el de nuestras añoranzas, no puede compararse al de Liverpool, sí­ es uno de los puertos norteños comerciales mejor dotados y preparados para su auténtico fin, para el rápido desembarque y traslado al interior por los magní­ficos ramales que para tal menester tiene la RENFE, de las mercancí­as destinadas a esta zona. ¡¡Ay, si regiones como Bilbao y Santander –por ejemplo– dispusieran de las mismas o parecidas facultades!!
Guardemos fiel memoria a los que contribuyeron con sus esfuerzos y parte de su vida, al legado de un puerto que a nuestra generación creo corresponde superar. Y la misma mención y recuerdo a los que con su pintoresquismo, su picaresca y sus ocurrencias sazonaron el laborar duro por antonomasia del puerto, imprimiéndole alma y vida.

Alfonso Martin Casas
Pasajes, Mayo de 1953.