Los Tres Pasajes, nº 8, 1950

Sí­, señores; lo recordarán ustedes perfectamente. Durante el pasado verano de 1.949 Pasajes tuvo su fantasma. Y no fue un fantasma cualquiera, sino tan importante como real y verdadero. Con su semblante difuminado, blando, diluido, de contornos irregulares y un tanto imprecisos.
Hací­a sus apariciones de noche, totalmente ensabanado, y además poseí­a unas uñas curvas y larguí­simas, que perforaban las gargantas humanas y helaban la sangre mortal.

Lo más curioso del caso es que este fantasma pasaitarra no se anunció nunca sino a toque de campanillas. Su originalidad llegó al extremo de prescindir del tradicional arrastre de cadenas por corredores y pasillos. Y eso que no podí­a alegar que en nuestro «txoko» no hubiese hierro en abundancia con que conseguir confeccionar el elemental aditamento, de todo auténtico aparecido, como tampoco industrias adecuadas donde le proveyeran del mismo. Con sólo haberse personado en los talleres de Luzuriaga hubiera obtenido un juego de pesadas cadenas, capaces de espantable sonoridad.

Este detalle comenzó a poner un poco en entredicho a la incorpórea figura, y no faltaron quienes, dentro del casco urbano de Ancho, se desternillasen de risa, a mandí­bula más que batiente, en las propias barbas del estrafalario espí­ritu. Aunque, según se nos asegura ahora, su semblante aparecí­a totalmente rasurado, en razón de haber adquirido la costumbre de afeitarse con frecuencia en casa de Paco Asensio, que es como decir en la barberí­a más céntrica y simpática de todo el pueblo.

Caso muy particular no es el de que un espectro haga el ridí­culo soberanamente, y mucho menos desde que la bomba atómica se descubrió para desgracia del mundo perecedero. Debido a la frialdad anglosajona, unos simples muchachuelos se mofaron continuamente de aquella revelación inasequible del castillo de Canterville, a la que la imaginación de Oscar Wilde diera jocoso aire de existencia. También Wenceslao Fernández Flórez ha hecho descender a la sima de lo grotesco a infinidad de duendes impolutos. Por otro lado, conservar el prestigio de aparecido resulta asaz difí­cil, y requiere escenarios muy apropiados al caso. España es mal paí­s de fantasmas. En nuestra nación hay mucho sol, y se prodigan los tonos azulinos de su cielo. Un fantasma, para subsistir, precisa nieblas cerradas, amén de pétreos castillos abandonados y con la hiedra trepando hasta las torres de sus remates. Precisamente por esto, Escocia ha constituido siempre lugar adecuado a las blancas apariciones. Tierra de tremendos promontorios, de playas desérticas y de edificaciones medievales, allí­ tienen los espí­ritus de ultramundo su medio ambiente más a propósito. Pero en nuestro solar….

Más volvamos otra vez al fantasma pasaitarra.
En una noche sin luz, ya que la oscuridad plena sólo era rasgada por el reflejo argentado de la luna, hubo de salvar quien esto escribe, a pie y solitario, la distancia que separa de San Sebastián a la anchura relativa del más amplio de los tres Pasajes. Sucedí­a el hecho cuando el ánima errante de nuestra localidad se encontraba en su perí­odo álgido de apariciones. La placidez inundaba el ambiente, y la madrugada, tibia y sonrosada, parecí­a querer apuntar ya por entre la lí­nea en ascuas del horizonte.
El caminante, quizá por esto último, no se sentí­a dominado por el miedo. Recorrí­a su ruta en medio de dos filas gigantes de arbolazos, templado el corazón, como pecador que se sobrepone a toda circunstancia misteriosa…

Al llegar al pueblo, penetró en él por la ví­a más céntrica que pudo alcanzar su paso. Daban las cinco. Pronto divisó la torre de la parroquia de San Fermí­n, que proyectaba su silueta sobre la superficie sólida del pavimento. E inmediatamente el meandro de la calle Iparraguirre, conducente a su humildí­sima morada.
Y he aquí­ que fuéle en extremo sorprendente lo ocurrido al tocar ésta. Porque en el instante en que lo hací­a, comprobó cómo se mostraba a su presencia la ambigua figura de una pesada y oscilante sombra masculina.
Surgió rápida la estupefacción, si bien no el temor terrorí­fico. Y la pregunta asomóse inmediatamente a los labios del cansado peregrino:

—-¿Es usted, por ventura, el fantasma de Pasajes? ¡Dí­gamelo con entera lealtad, mi buen amigo!
—-No, señor —-escuchó como aleccionadora respuesta—- yo soy un sencillo marinero que se ha pasado media noche libando copas de coñac en la bodega del Romeral. Ahora espero a que amanezca ampliamente para tomar mi barco y navegar. Voy así­ en derechura hacia el mundo abierto de la luz, que es como un inagotable manantial de naturalidad y de vida.

Y el asunto quedó de tal suerte aclarado. El fantasma, nuestro fantasma de Pasajes, volvió a caer nuevamente en el más espantoso y grotesco de los entredichos. Por su incomparecencia inexplicable en aquellos especiales momentos y, sobre todo, por las sensatas palabras de aquel desconocido marinero, equivalentes al despeje en el hombre que vuela en pos de un mundo sin tinieblas….

A. Navas