Los Tres Pasajes nº 18, 1960

“Churchill”, comparte con “Tony” (perro lobo del estanco de Elizalde), con “Bat” (animal de la misma raza, propiedad del panadero don Atanasio Berrondo), con “Boby” (de don Dionisio Ibáñez, dueño del taller mecánico de la calle Blas de Lezo), con “Tee” (sabueso de caza, muy conocido también en el distrito) y otros distinguidos colegas suyos el señorí­o de las calles anchotarras.

“Churchill”, mezcla de ratonero y lobo, es un simpatiquí­simo animal propiedad de nuestro querido amigo y colaborador don Daniel Conde, recaudador de los Arbitrios municipales de Pasajes.

“Churchill”, no tiene tan mal genio como “Boby” ni anda sistemáticamente a “burrucas” con nadie como entre sí­ acostumbran a hacerlo los dos “lobos” “Tony” y “Bar”, que también acabamos de aludir. “Churchill” no es pendenciero. Su dueño lo tiene acostumbrado a no reñir con nadie; pero “y esto es muy de hombres” el que lo busca lo encuentra…

Daniel Conde y “Churchill” son dos excelentes amigos. Siempre, o casi siempre, van juntos por las calles de Ancho. Si cualquiera de nuestros lectores pasa por las cercaní­as de la Alhóndiga y ve a “Churchill” sentado o tumbado al sol en la acera de la puerta de aquélla, bien puede asegurar que el amigo Conde está allí­ dentro, consagrado a las tareas de su ardua misión municipal.

“Churchill” espera siempre a su amo: cuando trabaja en la Alhóndiga, cuando se ausenta de Pasajes, cuando entra en el domicilio de “La Armoní­a” “entidad humanitaria y recreativa de la que es uno de los socios más significados”, en un bar o en algún otro establecimiento, etc., etc.

Si el amigo Conde tiene que ir, por ejemplo, a San Sebastián o a Renterí­a, “Churchill” acompañará a su amo hasta el mismo trolebús, y luego, al verlo partir, le esperará horas enteras en las cercaní­as del estanco de “la Basi” o en algún otro lugar estratégico de la entrada del pueblo. Y si, yendo juntos, llegan a despistarse o perderse amo y perro, éste buscará a Conde por todos los lugares que aquél acostumbra a frecuentar y no cejará en su búsqueda, indefectiblemente, hasta dar con él.

Daniel Conde y su perro se profesan un afecto entrañable, y, no existe para el noble e inteligente animal dicha ni satisfacción mayor que la de tener contento a su amo y serle grato.

Ocho años ha hecho por Febrero que “Churchill” vive bajo el mismo techo de Daniel Conde, la esposa de éste y las dos hijas de ambos.
Cuando se hizo cargo de él tendrí­a apenas tres o cuatro dí­as. La perra madre habí­a tenido varias crí­as, y el dueño de ella, un carnicero de Pasajes de San Juan, no tení­a interés en conservarlas todas. Conde, que vio al carnicero con una de ellas en los brazos, hí­zole la inevitable pregunta:

“¿A dónde vas con “éso”?
“A tirarlo al agua…
“No lo tires.
“¿Lo quieres?
“Sí­. Dámelo.

Y se lo dio. ¿Que más querí­a el carnicero? Porque, en su fuero interno, le daba mucha pena arrojar a la bahí­a aquel rollo canino…

Conde se fue con él hacia su domicilio anchotarra, más contento que chavea con zapatos nuevos. ¡Menuda sorpresa se iba a llevar su familia! Pero… ¿qué nombre pondrí­a al perrito?

La casualidad le dio la solución. Durante la travesí­a de San Juan a Buena Vista, sacó un diario que llevaba y… leyó: Churchill, el famoso polí­tico inglés, habí­a puesto el nombre de Gibraltar a uno de sus caballos de carreras. Conde, acometido súbitamente de una legí­tima reacción patriótica, tiró el periódico al agua y encarándose con el perrito “cuyos asustados ojitos no cesaban de mirarle” le dijo:

-Ya estás bautizado, querido. Te vas a llamar “Churchill”, ¡qué caramba!

Y con “Churchill” se quedó el perrito que aquel dí­a de Febrero de 1.952 habí­a nacido por segunda vez…

Algún tiempo después ocurrió una cosa graciosí­sima. Amo y perro iban siempre juntos. Y estando cierta tarde a la puerta del bar Frontón, “Churchill”, jugando con unos niños, se distanció tanto de su dueño, que éste tuvo que llamarlo:

“¡”Churchill”, aquí­!

Acertaron a pasar por el mismo lugar y en aquellos instantes tres o cuatro marineros de la tripulación de un naví­o inglés surto en el puerto; los cuales, al oí­r pronunciar el nombre de su ilustre paisano, dirigieron al individuo que lo habí­a hecho una mirada preñada de interrogaciones…

Conde, adivinando la causa de la asombrada perplejidad de aquellos adolescentes hijos de la rubia Albión, les dijo, señalando al inocente animalito:

-Sí­, sí­… Se llama “Churchill”.

Los marinos rieron, dijéronse uno a otro algo que el dueño del can no llegó a comprender “porque no sabe inglés” y desaparecieron de aquel lugar sin despedirse.

“¿Les habrá parecido mal que un perro se llame “Churchill”?” se preguntó Daniel Conde, extrañado de aquella actitud. Por eso, fue tan gran de su asombro cuando, minutos después, volvió a ver aparecer a los marinos, uno de los cuales traí­a en una bandeja media docena de pasteles que acababa de comprar para “Churchill”, el cual, que es muy goloso, se los engulló en un dos por tres, con grande regocijo de los fornidos marineritos de su Graciosa Majestad británica…

El perro se adaptó en seguida a sus nuevos amos. Pero la dueña de la casa poní­a el grito en el cielo cuando, cada dí­a, “Churchill” “que acompañaba a Daniel a la Alhóndiga de San Pedro” le poní­a con las patas, sucias del carbón y el barro del muelle, hecho una porquerí­a el suelo de su vivienda.

Aquello no era vida. Conde y su señora salí­an a bronca diaria por culpa del perro. Razón por la cual, el amo de “Churchil” decidió desprenderse de él, regalándoselo a un tal Esteban, amigo suyo, que trabajaba en un barco de Artaza. Así­ tendrí­an paz. Y como lo pensó lo hizo.

Esteban se hizo cargo de “Churchill”, y se lo llevó a bordo, atándolo con una cuerda al puente. El naví­o zarpaba poco después, con gran nerviosidad por parte del perro, que pugnaba por desasirse haciendo para ello los más desesperados esfuerzos. Iba el barco ya a trasponer la barra cuando el can logró su objetivo y, sin que nadie pudiera evitarlo, se arrojó al agua…

Poco después estaba de nuevo junto a Daniel Conde. Este, hombre por extremo sentimental y afectivo, pensó mucho acerca de aquella lección de cariño y lealtad que “Churchill” le habí­a dado…

Siempre que el noble animal protagonista del presente reportaje pasa actualmente con su amo de San Juan a San Pedro, se debe de acordar de aquel episodio de la barra y se arroja al agua unos metros antes de que la lancha llegue al embarcadero, ganando éste a nado con una extraordinaria facilidad. Todos los boteros conocen esta maní­a del inteligente “Churchill”.

Como los reglamentos de “La Armoní­a” prohí­ben el acceso a sus locales de toda clase de animales, “Churchill” acompaña a su amo hasta la puerta misma de la Sociedad y parece decir, resignadamente:

“¡Qué le vamos a hacer!…”

Y no entra. Se sienta o se tumba, y espera. Si Daniel tarda, él se va a dar una vuelta por el distrito. Vuelve, y torna a esperar; pero, al fin, convencido de que su amo no va a salir tan pronto como él quisiera, opta por irse a casa.

Otras veces, cuando Daniel no quiere que el perro le acompañe hasta la puerta de “La Armoní­a”, le suele decir, en cualquier lugar de Ancho:

“Mira, “Churchill”… Me voy a la Sociedad. Tú ya sabes que no puedes entrar allí­. Tendrás que irte. Anda, vete.

El can, mirándole fijamente al rostro y moviendo significativamente el rabo, le da a entender que le ha comprendido. Y se va, alejándose en sentido contrario. La precedente escena la hemos presenciado muchas veces.

Siendo pequeño, fue robado “Churchill”. Su amo se enteró de que lo tení­an en un caserí­o del término de Alza. La raterí­a fue efectuada por un chico que montaba una bicicleta, a quien el perrito siguió. Ocho dí­as estuvieron separados el can y su dueño. Cuando Conde se presentó en el caserí­o, “Churchill”, atado a una cadena a la puerta de aquél, poco faltó para que rompiese ésta de los saltos y brincos que daba; tal fue su contento al ver de nuevo a su amo…

Hace pocos dí­as, pasaron éste y “Churchill” ante la puerta del caserí­o. La “echekoandre” le intentó hacer alguna caricia, pero el perro, cuyos pelos pusiéronse de punta, la rechazó con gruñidos primero y con ladridos después. Sin duda se acordó de que era la misma que lo tuvo amarrado a una cadena. Y han pasado desde entonces más de cuatro años…

No puede darse compenetración mayor que la existente entre Daniel Conde y su perro, cuya alegrí­a máxima “repetimos” es tener a aquél contento. Y si alguna vez recibe de su amo alguna regañina, la escucha, agacha las orejas y se va …, comprendiendo que “no está el horno para bollos”. ¿Quién podrí­a asegurar que por la cabeza del inteligente “Churchill” no pasa en aquellos momentos un pensamiento parecido a éste:

“Siento mucho que te enfades… Pero ya se te pasará”.

En los dí­as que tiene libre, Daniel Conde hace excursiones a los montes cercanos. Y acompañar a su amo en ellos es uno de los mayores goces del simpático can, cuyas principales caracterí­sticas estamos exponiendo.

Para terminar, diremos que es animal de un talante muy llevadero. Todo el mundo le aprecia y estima en el pueblo, porque él, a su vez, quiere y estima a todo el mundo también; es decir, a todo el mundo menos al veterinario, don Ramón Suescun, que es quien suele aplicarle la reglamentaria vacuna; a él le ladra y le gruñe siempre que le echa la vista encima.

Dí­as pasados, el fotógrafo José sudó lo suyo para lograr hacer a “Churchill” la fotografí­a con que ilustramos el presente reportaje. Seguramente que el avisado can creyó ver alguna analogí­a sospechosa entre el estuche del veterinario y la máquina de retratar… Si hubiera podido hablar, que es lo único que le falta, de fijo que nos hubiera hecho partí­cipes de sus justificados temores. Por aquello de que el gato escaldado… Y quien dice gato, dice lo mismo perro.

Lucio Ulia