Kronikak

EL CRIMEN DE ANCHO:
CONCLUSIÓN DE UNA CONFERENCIA
CON EL CRIMINAL

El Guipuzcoano, 1889-07-28

Cómo entablaron relaciones Basilio Vallejo y Manuela Antí­a

Basilio Vallejo continuó su narración sobre el origen de sus relaciones con la estanquera de Ancho, diciéndome lo siguiente;
–Llegamos ahora al punto principal, y voy a ir citándole a usted nombres y hechos que han de ser todos exactamente ciertos como cuanto le tengo dicho. Además, todo esto a de ser comprobado, luego es preferible decir siempre la verdad, y no tengo nada que ocultar.
–Lo escucho a V.
–A la carta de Mr. Camionge contesté que no tení­a recursos para viajar. Esta carta no tuvo respuesta, y al poco tiempo pude emprender el viaje.
El dí­a 17 último, pedí­ permiso al rematante por ocho dí­as, y este consintió después de exigirme que pusiera a otro en mi lugar hasta que volviese. Lo busqué y puso a otro que se llama Andrés, pero de quien no recuerdo el apellido…
–¿Y diga Vd.? ¿Vení­a V. a Pasajes con alguna intención o mal propósito?
–Yo no vení­a con ninguna idea mala ni mucho menos… ni pensarlo tan siquiera… ni me creí­ nunca capaz de cosa semejante.
Desde Bilbao hasta Málzaga, vine con el sargento de miqueletes, José Murguia y con su hijo, que era viajante de la casa Viganau hermanos, hablando de cosas indiferentes. Esto era el 18.
Cuando llegué a San Sebastián en el coche, fui a casa de un comerciante de la calle de Bengoechea, que se llama Alfonso Tudury y le pregunté que le ocurrí­a a la Manuela para no pagar sus deudas a Mr. Camionge y no pagarme a mí­, me contestó que la Manuela no tení­a dinero, pero que él le habí­a fiado género y que iban a ir él y Camionge a hacer el inventario de las existencias de la tienda.
Tudury fue a ver inmediatamente a la Manuela y le advirtió que yo estaba aquí­. Yo me fui luego también a Pasajes y al entrar en la tienda de Manuela y saludarle me dijo: “¿Qué quiere V.?”
Como yo iba a hablarle con la buena intención, esta salida me dolió mucho. “Déme V. un paquetillo” le contesté. Me lo dio, lo pagué y me dijo: “Salga V. de aquí­” – “Manuela, quisiera hablar con V. dos palabras” “No tengo necesidad de hablar con V.”, me replicó. Este diálogo tuvo efecto, estando los dos solos en su tienda.
Salí­ y estuve paseando un poco, completamente aturdido del recibimiento de aquella mujer que me habí­a hecho perder cuanto tení­a en el mundo, y al llegar a la estación a coger el tren de las nueve, me encontré otra vez con Tudury, y esto me disgustó mucho, pues no lo creo muy bien dispuesto hacia mí­. Aquella noche dormí­ en casa de mi hermana en Atocha.

A la mañana siguiente fui con Mr. Camionge a Pasajes, para arreglar los géneros y traerlos al dí­a siguiente a San Sebastián. No la vimos, pues desde 1º del actual ella habí­a instalado el estanco, por su cuenta, en la casa de D. Florentino Zuloaga. Mr. Camionge volvió a San Sebastián y yo me quedé en Pasajes cenando en casa de un albañil llamado Joaquin y durmiendo en casa de un pintor llamado Perico, estando jugando a la baraja en casa del fiscal municipal D. Federico Sánchez hasta eso de las diez de la noche. Aquel dí­a no la vi.
–Descanse V. un poco, Vallejo, le dijimos.
–No; vamos a concluir. El dí­a 20, sábado, me levanté muy temprano. A eso de las cuatro y media entré en el estanco, cuando estaba bebiendo un vaso de aguardiente un buzo del puerto; luego vinieron varios obreros de la Sociedad del puerto. Cuando se marcharon todos, estando allí­ la niña, quise hablarla con buenos modos, y al empezar a pedirle explicación de su conducta y de por qué se negaba a pagarle a Mr. Camionge y a mí­, se presentaron apresuradamente los guardias de seguridad. Pregunté a Manuela, porque sospeché que los habí­a mandado buscar, para qué vení­an los guardias, A esta pregunta contestóme que para vigilarme.
–Hirióme mucho que una mujer por quien yo habí­a abandonado todo, empezando por mi familia, me contestara de esa suerte y mandara vigilarme.
Crucé algunas palabras con el guardia Martí­ny dí­jele al marcharme, obligado por él:”Trabajo le doy a V. para rato si van a vigilar la casa de esta”
Me vine a San Sebastián, almorcé con monsieur Camionge y después de mudarme en casa de mi hermana, donde habí­a dejado la maletita que traje de Bilbao…
–¿Pues, donde dejó V. el baúl?
–En Bilbao, como no vine más que por ocho dí­as, solamente traje un poco de ropa.
–Siga V.
–Me fui a Pasajes, estuve con los amigos en la cantina, frente a ala estación, y me fui a cenar con un amigo empleado del ferrocarril, llamado Guerreros, durmiendo sin haberla vuelto a ver, en cama de José Marí­a Baldarren.

El crimen

Al llegar a este punto, Vallejo se detuvo breves momentos, y por instantes veí­asele más nublado el rostro y más vidriosos sus ojos.
–Me levanté el dí­a 21 a las seis de la mañana, tomé thé tranquilo y sin mal humor… y ninguno en Pasajes dirá lo contrario… A las seis y cuarto de la mañana fui a casa de Manuela, y con buenos modos estuve haciendo reflexiones sobre nuestra vida pasada, sobre la tienda, el dinero que debí­a al amo y los mil reales que a mí­ me debí­a también…
Mientras estuvimos solos –prosiguió Vallejo, en tanto que nosotros no perdí­amos uno sólo de los movimientos de su fisonomí­a– Manuela me escuchaba y lloraba en silencio. Pero al entrar una señora, llamada madame Baptiste, la Manuela empezó a decirme todos los disparates del mundo…
–¿Qué le decí­a a V.?
–No quiero mencionar lo que me decí­a, pero eran cosas que no se le dicen a ningún hombre… Madame Baptiste lo sabe.
–¿Y qué hací­a en tanto Mme. Baptiste?
–No dijo nada, se calló. A eso de las diez de la mañana salí­ del estanco y me fui hacia Rentarí­a. Salí­ muy irritado, pero yo no llevaba ningún propósito ni premeditaba nada. Entré a tomar un baso de sidra en un caserí­o y al ver pasar a un tal Antonio, empleado de la estación, que también iba con dirección a Rentarí­a, le llamé y le invité a beber un vaso de sidra.
Fuimos juntos a Rentarí­a y allí­ comí­ con él en casa de su madre, y después de tomar café, también en su casa, él se volvió a Pasajes y yo me fui a la plaza del pueblo. Allí­ estuve jugando a la toca y bebiendo dos vasos de sidra con el buzo Rebollo y otros varios.

–Hacia las cuatro y media, cuando me dirigí­a sin objeto determinado a Pasajes, me asaltaron de repente una porción de recuerdos y una rabia que me puso en un estado como nunca me he encontrado. Pasó por mi cabeza una nube. Me puse como tonto y furiosí­simo. Rabioso al verme despechado por ella y también de ver que estaba yo sin dinero alguno, después de haberme hecho abandonarlo todo. Furioso también, al ver que habí­a ordenado que me vigilasen como a un ladrón. Tuve momentos de ira tal, que tomé la resolución de darle un escarmiento para que se recordara mientras viviera… yo no tení­a intención de matarla, sino de darle un golpe… para que escarmentase.
Vallejo sacó un pañuelo y se limpió el sudor de su frente.
–Con estos pensamientos, al salir del pueblo ví­ en el marco de la ventana de una tienda, una de esas navajas de casero. Entré, pedí­ una, y pagué seis reales.
–¿Cómo era la navaja?
–No era muy grande, tení­a el mango de cuerno y una hoja no muy ancha… Por lo demás, apenas si la miré; me la eché en el bolsillo izquierdo y no la toqué hasta el momento de irla a herir…
–Y al comprar la navaja ¿tení­a usted tomada ya una determinación?
–No señor, no tení­a la idea de herirla de un modo resuelto… la compré en el primer arranque, pero sin saber si la usarí­a.
Durante todo el camino seguí­ furioso hasta que llegué a Ancho; allí­ me fui a la cantina y pedí­ algo de comer. Sirviéronme vino y jamón con tomate, pero no lo pude comer. Estaba como loco, pagué y al irme a levantar, cogí­ a una niña de corta edad que tení­a la mujer de Felipe Blanco, factor de la estación, y le di un beso. Recuerdo que le dije: “Tal vez sea el último beso que te dé Elvirita”. Oyólo la madre y me contestó “Esas son tonterí­as que sueles decir tú siempre”
Vallejo se detuvo, pasó su mano febrilmente por su frente y continuó:
–Eran las cinco y media próximamente, cuando me dirigí­ al estanco, la verdad que no sé con qué propósito. Desde la cantina hay unos cien pasos hasta el nuevo estanco que tení­a la Manuela, y llegué en seguida.
Al llegar yo, ví­ sentados a Alfonso Tudury y al alguacil Echeverria que cortaron de repente la conversación.
El ver allí­ a Tudury, que yo creí­a poco favorecedor mí­o, y al observar que suspendieron repentinamente la conversación, me cegué completamente.
Pedí­ un vaso de agua, que en verdad no sé si me lo sirvió la Manuela u otra joven que estaba allí­ con ella y a quien yo no conocí­a, porque yo no vi nada más ni recuerdo si bebí­ el vaso de agua o no. Lo que si recuerdo es que yo me senté en una silla en la puerta, y que poco después se marcharon Tudury y Echeverria.

No hablé con nadie; y de repente, cuando todaví­a no habrí­an dado veinte pasos aquellos, me levanté, saqué el cuchillo y ciego sin saber lo que hací­a, entré rápidamente dentro del mostrador y empecé a darle puñaladas… y ya me ha dicho V. que fueron siete… -dijo Vallejo limpiándose el sudor y una lágrima pendiente de sus ojos.
–No sé por donde saltó la joven, pues yo estaba ciego y no ví­ ni oí­ nada en algunos instantes; lo que si sé es que gritaba muchí­simo.
En cuanto a Manuela, cayó sobre mi brazo izquierdo y luego al suelo, y yo me asomé entonces a la puerta del estanco.
Cerca de tres minutos pasaron sin que acudiera nadie, y yo me hubiera podido escapar si hubiera querido; pero recuerdo que deposité el cuchillo en la mesa y esperé a que vinieran, porque Manuela estaba cubierta de sangre y se desangraba mucho.
Creo que el primero que llegó fue Federico Sánchez, el fiscal municipal, que me dijo: “Dáte preso Basilio” y yo le contesté: “No tengas cuidado de que me escape; yo he sido y he satisfecho mi propósito, aquí­ está el cuchillo”
Vinieron luego miqueletes, gente, los guardias con el revólver en la mano. Todos miraban a la Manuela que se desangraba y nadie hací­a nada por curarla.
Entonces yo les dije: “Parece mentira que entre tanta gente abandonen ustedes a una mujer que se muere echando sangre”. Luego llegó el farmacéutico… y no sé más.
A mí­ me ataron y me llevaron a Alza donde lo confesé todo y bebí­ agua… mucho agua. Luego me trajeron aquí­, y también se lo confesé al alcalde y hoy he declarado también la verdad al escribano, como a usted le hago; porque todo esto lo han de averiguar y se probará todo.

Confesamos ingenuamente que sentimos una compasión profunda por aquel desdichado, que habí­a tenido el valor de relatarnos tan extensamente su delito, y permanecimos algunos instantes callados y fumando.
¿De suerte –le dijimos– que los móviles que le impulsaron a V. a cometer su delito fueron únicamente los que me ha dicho usted?
–Si señor; ningún otro.
–Pues se ha dicho que al ser usted conducido a Alza, encontró V. a su paso a un individuo, a quien dijo usted:”Mejor es que no me haya encontrado contigo antes, porque hubieras llevado el mismo camino que ella” Y esto ha hecho creer que lo que usted habí­a hecho era resultado de una venganza por celos.
–Es cierto; lo que yo le dije, y los miqueletes que me conducí­an atado pueden atestiguarlo, es que él tení­a mucha culpa de lo ocurrido. El me comprendió mal, porque me contestó estas palabras: “Cara a cara, no”
–¿Y por qué le achacaba V. tal culpa?
–Por que –replicó Vallejo– yo le tení­a aprensión, pues que creí­a que él impedí­a nuestra correspondencia; como cartero que es de Ancho, podí­a guardarse mis cartas o las suyas, y tal vez así­ no llegamos a escribirnos más a menudo y a romper por completo nuestras relaciones. Pero no tengo prueba de ello.
–¿De suerte que V. no ha tenido celos de nadie?
–No señor, eso no.
–¿Sintió V. pesar cuando hubo cometido su delito?
–Estaba completamente sereno, y creo que nunca firmé mejor que lo hice en la declaración, y eso que estaba atado codo con codo.
–Y ahora ¿lo siente V.?
–En el momento en que cometí­ el delito no pude contenerme y estaba completamente ciego; al herir llegó mi ceguedad hasta tal punto, que ya sabe V. las puñaladas que le di. Mi intención no era matarla, sino darle un escarmiento… Después, hasta me reí­a y estaba muy satisfecho; pero ahora, como usted comprende, lo siento… Nunca me creí­ capaz de semejante cosa… Lo siento, sobre todo, por mis hijos, porque a mi mujer no la he vuelto a ver desde que fui al puesto de Pasajes. También lo siento por la hija de Manuela, la pobrecita no tení­a culpa de nada.
En aquel momento tocaban a la repartición del rancho, y un vigilante vino a buscar a Vallejo
Nosotros nos despedimos con el ánimo contristado por cuanto habí­amos oí­do y escrito, y llenos de comprensión hacia el infeliz ex sargento de miqueletes, que después de haber vertido su sangre en los campos de batalla en los que, según hemos oí­do a varios de sus jefes, siempre se portó como un valiente, ha llegado a cubrirse con la afrentosa mancha de los criminales

L. DELATTE