Gertakariak

EXPLOSIÓN DE UN BUQUE

La Unión Vascongada, 1897-02-02

Las primeras noticias

A las 12,20 de la tarde de ayer, nuestro corresponsal en Pasajes nos dijo por teléfono que acababa de ocurrir allí­ un siniestro de muy tristes consecuencias.
Se habí­a producido una explosión en un buque destinado al transporte de petróleo y habí­an ocurrido algunas desgracias personales.
Esta noticia, comunicada al mismo tiempo a las autoridades de la capital, circuló rápidamente por toda la ciudad, produciendo gran alarma en todo el vecindario.
El comandante de Marina fue de los primeros en recibir la noticia y se dispuso inmediatamente a trasladarse a Pasajes.
El gobernador civil, señor conde de Ramiranes, también la recibió en seguida, con el ruego de que se enviasen auxilios para sofocar el incendio del buque, y se apresuró a pedir al Ayuntamiento que enviase a Pasajes a sus bomberos con el material necesario.
Muchas personas de la ciudad, muy alarmadas con las primeras noticias, apresurarónse a trasladarse a Pasajes, y los tranví­as eran materialmente asaltados por la gente ansiosa de enterarse de lo ocurrido.

La explosión

El suceso ocurrió del siguiente modo. A las doce y cuarto de la tarde, estaban a bordo del bergantí­n goleta San Ignacio de Loyola, anclado frente al depósito de “Licor Benedictine” y de los almacenes de los señores Yurrita y Compañí­a, varios de los tripulantes, el capitán, que se hallaba en el camarote almorzando con su madre, su esposa, sus cuatro hijas, otra señora amiga de éstas y dos o tres individuos de la tripulación, y el cocinero, que comí­a sobre cubierta, en compañí­a de su esposa y de una hija de cuatro años.
El bergantí­n goleta habí­a descargado el sábado el petróleo que traí­a a bordo, unas 850 toneladas.

Cuando estos barcos destinados a la conducción de petróleo, han efectuado la descarga, los tripulantes llenan de agua los tanques, para evitar que los gases producidos por los residuos del petróleo originen alguna explosión. Esta es costumbre previsora usada en esta clase de embarcaciones.
En el San Ignacio de Loyola llenaron anteayer de agua el tanque número 1, pero no hicieron lo mismo con el número 2, tanque central.
Ayer, a las doce y cuarto, uno de los agregados al buque, llamado Aureliano Arroitia, fue a mirar si el agua del tanque número 1 habí­a pasado al número 2, para, en caso contrario, proceder a la inundación de este tanque. Imprudentemente abrió la escotilla o boca de carga del tanque, y entonces se produjo una explosión formidable.

El agregado fue despedido a gran altura y cayó sobre el buque, produciéndose al caer graves heridas.
La cubierta del tanque fue levantada, arrancada por la explosión; la mujer del cocinero, que se hallaba sobre la cubierta con su marido y su hija, recibió un tremendo golpe a consecuencia del cual murió poco después, y la niña resultó con quemaduras y erosiones en el rostro.
El cocinero no sufrió daño de consideración; pero quedó atontado, sin poder darse cuenta de lo ocurrido.
El capitán y las personas que comí­an con él en el camarote, sufrieron una impresión horrible.
Algunas de las hijas del capitán perdieron el sentido: una, principalmente, recibió tal impresión de terror, que fue luego penoso trabajo el de hacerla volver en sí­.

Estas personas que celebraban en el camarote la vuelta del capitán de su largo viaje, volvieron a cubierta despavoridas, aterradas; y mientras esto ocurrí­a a bordo,
—mientras el agregado Aureliano Arroitia, causa por su imprudencia de este desastre, caí­a gravemente herido sobre la cubierta, la desdichada esposa del cocinero, con el cráneo abierto, se retorcí­a en las últimas convulsiones de la agoní­a, también sobre la cubierta de proa, en un gran charco de sangre; y la pobre niña lanzaba gritos desgarradores, y el capitán y su familia y los demás tripulantes aparecí­an aterrados sobre cubierta—, la explosión producí­a otros efectos: producí­a el incendio del barco, del que salí­an grandes llamas, amenazando con destruirlo en breve tiempo, avivado el fuego por las emanaciones del petróleo, y facilitada la propagación por la madera del buque.

Los primeros auxilios

Era indescriptible, nos contaban los vecinos de Pasajes, el efecto producido por la impresión en todo aquel pueblo y en los sitos próximos, hasta más allá de Renterí­a.
El estallido produjo un estruendo terrible. La gente, aterrada, salí­a a los balcones dando gritos, y cuando veí­an arder el buque, temieron nuevas explosiones y nuevas desgracias, porque en el momento presumieron que el siniestro habí­a causado muchas ví­ctimas.
Hubo en las casas desmayos, sustos, un pánico grande, que se calmó cuando se vio que la explosión no se repetí­a.

Pasado el estupor de los primeros momentos, cuatro individuos de los más decididos, que estaban en los muelles, se apresuraron a acudir en auxilio de las personas que se hallaban a bordo, las cuales no acertaban a utilizar cualquier medio de abandonar el buque, poseí­dos como estaban por el terror.
Un obrero llamado El Pincho, y otros tres individuos llamados Tomás y Gabriel Amiama y Saturnino Segura, se lanzaron a unos botes y se dirigieron al bergantí­n, comenzando con plausible arrojo los trabajos de salvamento.
Las señoras y los jóvenes que se hallaban en compañí­a del capitán fueron trasladados a los botes y conducidos a tierra.
El agregado Arroitia fue levantado del sitio en que se hallaba y colocado con el mayor cuidado en uno de los botes, y la infeliz mujer del cocinero, que aún se hallaba con vida, fue descendida a los botes por medio de una cuerda, porque no habí­a otro medio de hacer el traslado.
También pasaron a los botes la niña herida, el cocinero, que aún no se hallaba con pleno conocimiento de lo que sucedí­a, y los demás tripulantes que estaban a bordo al ocurrir el siniestro.
En estos primeros auxilios tomaron activa parte el cabo de miqueletes Benigno Oscariz y el miquelete Francisco Basurto, que acudieron también a bordo del bergantí­n en los primeros instantes, con actividad digna de mayor encomio.
El factor autorizado D. Agustí­n Seco y otras personas de servicio en los muelles, prestaron también eficaces auxilios en los primeros momentos; siendo su conducta muy digna de aplauso, porque hallándose incendiado el buque, y existiendo el riesgo inminente de que ocurriese una nueva explosión, los trabajos de salvamento eran realmente peligrosí­simos.
El capitán, al abandonar su camarote, consiguió apoderarse de una caja que contení­a la documentación del barco y algunos objetos de valor.

Mientras se efectuaba el salvamento de las personas que se hallaban a bordo, repuesto el vecindario de Pasajes de la primera impresión, empezó a acudir gente a los muelles, llenándose éstos de curiosos, a pesar del temor que habí­an manifestado algunas personas, de que se produjesen nuevas explosiones.
Al producirse la explosión cayeron chapas de hierro y pequeños trozos de la cubierta a más de 500 metros de distancia, pero por fortuna en aquel momento, estaban los muelles casi desiertos, por ser la hora de comer, y esto evitó algunas desgracias.

Las ví­ctimas

Con los mayores cuidados fueron trasladadas a tierra las ví­ctimas del siniestro.
Fue motivo de tristí­simas escenas el paso de estos desgraciados por los muelles.
La gente se amontonaba para verlos y comentaba el triste suceso, manifestando la compasión que las ví­ctimas del siniestro inspiraban a todos.
Los empleados del Ferrocarril del Norte facilitaron camillas, y en ellas fueron trasladados los heridos a la casa donde se halla establecido el Cí­rculo de Recreo de Pasajes, cuyo conserje, el concejal de aquel Ayuntamiento D. Melquí­ades Zala, hizo cuanto pudo por auxiliar a los infortunados que sufrieron los efectos de la explosión.
El prodigó cuantos socorros podí­a prestar a los heridos.
Para hacer los vendajes, rasgó las sábanas de su casa, y buscó cuanto hizo falta para practicar las curas.
En el Cí­rculo, en el salón de recreos y entretenimientos, en el sitio a donde se acude de ordinario en busca de distracciones y pasatiempos, establecióse, por obra de la caridad y amor al prójimo, un momentáneo “hospital de sangre”, que en aquellas horas de tristes impresiones que siguieron al momento del siniestro, ofrecí­a un doloroso espectáculo.

En el Cí­rculo

Al llegar los heridos a la casa del Cí­rculo, hallabánse allí­, dispuestos a prestar los auxilios de la ciencia, el médico de Pasajes D. Ignacio Casares, su hermano D. Juan Manuel, y el farmacéutico señor Salgado, y preparados para prodigar los auxilios espirituales, el señor cura de San Juan, D. José Segurola, y los coadjutores señores Iriarra y Lasquibar.

Para la infeliz mujer del cocinero, Concepción Ondorraiz Arrate, que se hallaba ya agonizante, no fueron necesarios los auxilios de la ciencia.
El señor Segurola administró la Extremaunción a la pobre ví­ctima, que pocos momentos después dejaba de existir.
El cadáver no permaneció mucho tiempo en la sala del Cí­rculo.
Por orden del Juzgado de instrucción, que con toda actividad y prontitud comenzó a instruir las primeras diligencias, fue trasladado el cadáver al cementerio de San Pedro, quedando en el depósito, para que hoy se practique el reconocimiento y la autopsia.

El herido Arroitia, el agregado que abrió los tanques y produjo la explosión, siendo el primero en sufrir las consecuencias, fue trasladado a uno de los pisos superiores de la casa, donde el médico señor Casares, con su hermano y el farmacéutico señor Salgado, le practicaron la primera cura. Tení­a fracturado el húmero derecho en su parte superior y el fémur derecho en por la parte superior también. Además presentaba heridas en la mano izquierda y en la cabeza.
Se le entablillaron las fracturas, después de practicarle la cura provisional antiséptica, y se le vendó la cabeza y la mano.
En un colchón, y cubierto con una manta, estaba en el departamento más amplio de la habitación, cuando fuimos a verlo. A su lado se hallaba, diciéndole cariñosas palabras de consuelo, el sacerdote señor Lasquibar.

La hija del cocinero, que tení­a quemaduras en el rostro, fue asistida también por el señor Casares, y poco después de haber sido curada, la sacaron del Cí­rculo y la condujeron a San Sebastián en el coche del senador señor Mercader, acompañándola en el mismo carruaje su padre Juan Bautista Cineganoaindí­a, el alcalde señor Lizasoain y el señor Ibarra, presidente de la Comisión de Incendios.

Sólo quedó a las tres y media en la casa del cí­rculo el herido Aureliano Arroitia, cuya traslación a San Sebastián se demoró un poco por esperar a que diese las órdenes oportunas la autoridad de marina, que estaba instruyendo las oportunas diligencias.

Aureliano Arroitia

El herido Aureliano Arroitia, quedó, como hemos dicho, en la sala del segundo piso de la casa del cí­rculo. Allá subieron una escalera de mano, sobre la cual colocaron una tabla, al objeto de bajarle, por la estrecha escalera, sin producirle molestias. Vimos al herido, y le dirigimos algunas preguntas. Hallábase en el natural estado de postración.

—Yo —nos dijo—, quise ver si el agua con que se habí­a llenado el tanque número 1 pasaba al tanque número 2, para, en caso contrario, llenar éste de agua. Fui a abrir para mirarlo la tapa del tanque y en el momento en que lo hice sentí­ que salí­a algo de adentro con mucha fuerza, y con mucha violencia, y me quise echar hacia atrás, pero no tuve tiempo; fui lanzado al aire, oí­ un gran ruido y no me dí­ cuenta más.

—Usted ¿llevaba en la mano algún cigarro encendido? —le preguntamos.
—No, señor, no; lo aseguro: iba sin cigarro. No eché tampoco por el tanque ninguna cerilla. De sobra sé lo peligroso que es esto. No me explico cómo sucedió la explosión.

La tripulación

El piloto del San Ignacio de Loyola, Jacinto Mirasa, se hallaba en la cámara comiendo con el capitán y con su familia cuando ocurrió la explosión.
Cuenta que el barco se movió con violencia, sintiéndose una gran sacudida, como si fuera a hundirse. Cayóse cuanto habí­a sobre la mesa y muchos útiles que estaban en la cámara bien asegurados también se vinieron al suelo con gran estrépito. Al estruendo de la explosión siguieron los gritos de los tripulantes, y esto, unido al olor que se advertí­a y al humo que rápidamente se extendió por el barco, les hizo temer que el buque se habí­a destruido y que se habí­a incendiado todo él. Una de las hijas del capitán cayó desmayada. Las demás mujeres que habí­a en la cámara lanzaban gritos pidiendo auxilio; todos se dirigieron hacia la cubierta, sacando a la joven y auxiliándose unos a otros. Primero salieron el piloto y el capitán, que en seguida se dieron cuenta de la situación.
Vieron que salí­a espeso humo del centro del barco, hacia la proa, y no vacilaron en creer que se habí­a producido la explosión y el incendio en uno de los tanques.
Al subir a cubierta, hallaron muy impresionados a los demás tripulantes que estaban en el buque. Algunos trataban de arrojar al agua los botes y otros bajaban en aquel momento a la cámara.

Al llegar el bergantí­n goleta al puerto de Pasajes, casi todos los tripulantes dejaron de pertenecer a la dotación del buque, formándose una nueva tripulación, compuesta de los que habí­an quedado abordo y de los marineros que habí­an sustituido a los que se fueron.
A la tripulación antigua pertenecí­a el cocinero que perdió a su mujer en la catástrofe. El agregado Arroitia habí­a ingresado recientemente.

La tripulación habí­a quedado constituida de esta forma: capitán, D. J. Gamecho; piloto primero, Jacinto Mirasa; cocinero, Juan Bautista Cineganoandia; mozo, José Ramón Uriarte; agregado Juan Bautista Madariaga; piloto segundo, Servando Saez; agregados, Aureliano Arroitia y Juan Orbegón; marineros, Segundo Garcí­a, José Garcí­a, Pascual Expósito y Ramón Garcí­a; mozos, Eugenio Mancisidor y Ramón Goitia.
Sobre un individuo llamado Bernardino Lizarralde, que se hallaba al ocurrir la explosión, en el muelle, al cuidado de la caldera que se emplea para la extracción del petróleo, cayeron algunos pedazos arrancados de la cubierta, que le produjeron heridas en las manos. El médico señor Casares se las curó y vendó en el Cí­rculo de Recreo.
Los tripulantes son en su mayorí­a vascongados.
El capitán es natural de Ormaí­ztegui, donde su esposa, doña Librada Martí­nez, ejerce la profesión de maestra de instrucción pública. También es profesora en Pasajes, donde está encargada de la escuela, una hija del capitán, señorita Pascuala Gamecho.
El herido Aureliano Arriotia, cuya familia reside en Guernica, telegrafió a su padre Román para que venga inmediatamente.
La infortunada esposa del cocinero era natural de Ibarranguelua (Vizcaya), de 29 años. Se telegrafió a Elanchove, a una hermana de la ví­ctima, para que venga a hacerse cargo de la niña.
El cocinero quedó, a consecuencia de la explosión, con las ropas destrozadas, y el alcalde de ésta ciudad señor Lizasoain, dispuso que se le diese un traje completo y algunas otras prendas de ropa.
Trasladados al hospital el agregado herido y la hija del cocinero, se les instaló, también por orden del señor alcalde, y de acuerdo con los armadores del barco, que así­ lo suplicaron, en la sala de distinguidos del benéfico establecimiento.
Todos los tripulantes perdieron cuanto tení­an en el barco, ropas y efectos.
Sólo se consiguió salvar dos bultos de ropa y algunos útiles de poco valor, y la caja de documentos e instrumentos de náutica que sacó el capitán al abandonar el barco, cuando ya se estaba sumergiendo.

Los socorros

En cuanto se recibió aquí­ la noticia, se trasladaron a Pasajes en coches y tranví­as el comandante de marina señor Pintó, el gobernador civil señor conde de Ramiranes, el presidente de la Diputación señor Lizarriturry con el diputado señor Laffitte; el alcalde señor Lizasoain con los concejales señores Ucelayeta, Ibarra, Jornet y Aguirrezabala; el jefe de miqueletes señor Logendio, el arquitecto municipal señor Goicoa y otras muchas personas distinguidas.

El capitán del puerto, D. Joaquin Escoriaza; el señor barón de Ezpeleta, el administrador de la Aduana señor Lleo; el jefe de la estación señor Escudero, y el factor autorizado señor Seco se apresuraron a facilitar cuantos auxilios podí­an prestar en aquellos momentos.
El jefe de la estación facilitó las camillas y algunos materiales que le pidieron.
El farmacéutico señor Salgado, se aportó los materiales para las curas.
De los primeros en acudir fueron también el juez de instrucción de Pasajes de San Pedro D. José Arrieta, y el secretario D. Sergio Otaegui, que comenzaron a instruir diligencias en lo que a su jurisdicción se referí­a.
El director de la fábrica de petróleo, don Faustino Sánchez Vidaurreta, se personó en el muelle y se interesó mucho por todos los tripulantes, particularmente por los que fueron ví­ctimas de la explosión, a las cuales prestó eficaces auxilios.
También acudieron con prontitud fuerzas de la guardia civil, miqueletes y carabineros.
De San Sebastián fueron el jefe de la sección de la ví­a del Norte señor Grasset, con el subjefe señor Descamps.

A Renterí­a llegó el estruendo de la detonación, produciendo gran alarma.
No se tardó en saber la causa del ruido; se supo que estaba ardiendo un barco en Pasajes, y en seguida se dirigieron allá el alcalde y el secretario del Ayuntamiento con algunos bomberos y una bomba.
Estos fueron los primeros auxilios que llegaron a Pasajes.
En cumplimiento del ruego del señor gobernador civil, salieron de San Sebastián muchos individuos del cuerpo de bomberos, conduciendo la bomba número 2 y una devanadera. Algunos de los bomberos fueron a Pasajes en un ómnibus y en otros vehí­culos.
Los auxilios no fueron necesarios, porque lo que podí­a hacer el agua lanzada por las bombas lo hizo el agua del mar, que penetrando en el interior del barco, sofocó el incendio.

Un bombero herido

Marchaba a todo escape la bomba por la calle Miracruz. En lo alto de la máquina y en grave peligro de caer, iban los bomberos. Al llegar frente al estanco de Miracruz, la bomba pasó sobre los rails del tranví­a y se produjo una violenta sacudida en el carro. Un bombero, llamado Ramón Manterola, que iba en lo más alto, no pudo resistir esta sacudida y cayó de bruces a la carretera. Una rueda de la devanadera, que era remolcada por la máquina, le pasó al bombero por encima de las piernas.
El camión se detuvo a los pocos metros, mientras los vecinos de la calle acudí­an en auxilio del bombero.
Este fue conducido a una casa próxima, donde se vio que tení­a una herida en la cara, y algunas lesiones en las piernas, que por fortuna no le fueron fracturadas por las ruedas de la devanadera.
Cuantas personas presenciaron la caí­da, creyeron que todo el camión habí­a pasado por encima del bombero.
Por milagro no sucedió así­, porque el bombero cayó junto a las ruedas.
De la casa-estanco de la calle Miracruz, donde no se le pudo asistir en los primeros momentos, fue conducido el herido al cuarto de socorro, curándole el señor Usandizaga, y de allí­ a su domicilio, en la calle de Esterlines núm. 17, piso 5º.
El alcalde señor Lizasoain, y el presidente de la comisión de incendios señor Ibarra, fueron a visitar al bombero, prodigándole frases de afecto.
A este bombero —señalado con el número 12— le abonará el Ayuntamiento dos pesetas diarias mientras se halle sufriendo las consecuencias de la caí­da.

La sumersión

A consecuencia de la explosión, el San Ignacio de Loyola se fue a pique.
Se le debió abrir alguna ví­a de agua en el costado de babor, y en muy corto espacio de tiempo se sumergió totalmente.
La rápida entrada del agua apagó el incendio que habí­a comenzado a destruir el barco.
Empezóse éste a inclinar hacia babor, enseñando toda la cubierta, con los destrozos causados por la explosión y por el incendio.
Cuando empezó a tumbarse el barco, el ingeniero inspector del puerto, M. Dorliac, advirtió al señor gobernador civil la posibilidad de que se produjese otra explosión por la rápida entrada de agua en los tanques.
Entonces el señor conde de Ramiranes dio orden de que se desalojasen completamente los muelles, y así­ se hizo.
Sólo quedaron cerca del peligro el gobernador civil, el ingeniero y los inspectores de vigilancia señores Pirard y Beltrán.
Alguien indicó al señor gobernador civil la conveniencia de que se retirasen también a sitio seguro las autoridades, ante el temor de una explosión.
El señor conde de Ramiranes no se apartó del sitio en que podí­a haber peligro, cuidándose solamente de evitar que se acercase allí­ la gente.

Al hundirse el buque, la salida del aire contenido en los departamentos, levantó una gran columna de agua.
La gente se retiró asustada, temerosa de una nueva explosión. Pero no ocurrió nada por fortuna. Acabó de “acostarse el buque”, y a las cuatro y media sólo se veí­an de él las puntas de los palos, muy próximas a los muelles y los pescantes de la borda de estribor, alrededor de los cuales flotaban algunas pipas, denunciadoras del naufragio.

El San Ignacio de Loyola

Este bergantí­n goleta tení­a 606 toneladas de registro. Su tripulación, cuando vino a Pasajes, se componí­a de 18 hombres. Procedí­a de Filadelfia, donde recogió su cargamento de petróleo en bruto, con destino a la refinerí­a de Pasajes. Salió de Filadelfia el 17 de Diciembre y llegó a Pasajes el 25 de Enero. Era un brick-barca de tres palos y de hierro, construida en Inglaterra. Habí­a hecho diez viajes y estaba asegurada en la Compañí­a “Sun fire Ofice”, Pertenecí­a a la matrí­cula de San Sebastián. Vení­a consignado a los señores L. Mercader y Londaiz.
El dueño del buque tiene el propósito de ponerle pronto a flote y conducirle, para su reparación, a un dique de la costa francesa o a Bilbao, para lo cual hoy, en la baja marea, se intentará salvarle.

Otros detalles

Los vapores Mamelenas que se hallaban en Pasajes se dispusieron a remolcar el buque a la otra orilla para vararle; pero no fue posible.
Al ocurrir la explosión el reloj del gabinete telegráfico de la estación del Norte quedó parado a las doce y quince. El edificio, como todos los demás inmediatos a él, sufrió una gran sacudida, viniéndose abajo algunos cielos rasos en las habitaciones particulares del jefe.
En una casa del barrio de Renterí­a cayó un tabique, y en otra, la explosión arrancó de raí­z una ventana con su marco.
Cerca del bergantí­n, se hallaba la corbeta noruega Lagos, de 140 toneladas, capitán Kelmymssen, procedente de Plymout, con kaolí­n. Estaba cargando huevos.
De San Sebastián fué ayer tarde mucha gente a Pasajes.

Otro detalle curioso

El hijo del conocido conserje del Instituto D. José Antonio Orbegozo, que está practicando la carrera de piloto, por una coincidencia se libró del atentado del vapor Fernández Sanz, en que pensaba ir a Santander, y ayer por otra casualidad no se hallaba a bordo del buque San Ignacio de Loyola, en el que ha deplorado la pérdida de las ropas y de un precioso sextante para las observaciones de cosmografí­a.